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Zoé Valdés

Libertaria

Cuando escribí la primera reflexión del año, no tenía ni pálida idea de lo que se nos avecinaba, y sin embargo algo se podía intuir.

En el instante en que escribía la primera reflexión del año 2020, no tenía ni pálida idea de lo que se nos avecinaba, y sin embargo algo se podía intuir, diría que hasta palpar en el ambiente: una tragedia sin precedentes, inédita.

Francia ya no es el país cartesiano y razonable, de rigor, al que yo llegué como exiliada, cargando varios manuscritos en una maleta vieja repleta de libros cubanos, y por lo que decidí quedarme aquí, entre otras cosas. Francia se ha convertido, con el paso de los años, en medio de este nuevo mundo de modositos tecnócratas, en un país arrogantemente sentimental. Sí, a ultranza sentimental, puro y duro, como en el peor de los boleros habaneros. Y no sólo Francia, pudiera afirmar sin temor a ser acusada de equivocada que lo único que mueve al mundo en la actualidad es el sentimiento más que el pensamiento. Un mundo de tecnócratas sentimentales, pacifistas sentimentales, ecologistas sentimentales, educadores sentimentales, politiqueros sentimentales…

A esa visión sentimental del acontecer diario pareciera que nadie se puede enfrentar, no digamos discutir, ni rozar con un pétalo de una rosa. Las generaciones actuales además de tecnócratas son bastante sensibles, por no decir sensibleras, como de porcelana o de fino biscuit. Por supuesto, manejar dos o tres trucos de computación les puede mucho, no tienen reparos en comportarse cual sabios; saben más que los sabios de todo, y de nada. Desprecian el conocimiento humanista como desprecian la edad, o sea, la ancianidad.

Francia era un país que respetaba a sus mayores, ya no. Francia era un país que anteponía las ideas a los sentimientos, sabía dosificarlos, existía una escuela para eso: el cartesianismo por Descartes. Esa escuela está en vías de extinguirse, si no es que se ha acabado ya del todo.

Cualquier ideología actual va bordada y desbordada de una carga sentimental insoportable. A las ideas se las puede discutir con ideas, pero es muy difícil, por no decir imposible, que una idea le gane a un sentimiento; sobre todo si ese sentimiento es manipulador siempre hacia un único sentido.

En la eterna confrontación entre la izquierda y la derecha, casi invariablemente triunfará la izquierda, porque la izquierda carece de ideas e impone sensiblería baratucha en cada uno de sus marcados actos. La derecha le teme y va como pisando huevos, cargada de complejos históricos.

El año 2020 ha sido el año más sentimentaloide de mi vida. También el año en que más engañados hemos sido, el año de la mentira monumental, el año de una guerra bacteriológica ideada por Xi Jinping –y sus compinches (vaya usted a saber quiénes son esos aliados, y si son todos y nada más que chinos)–, al que para nada se atreven a juzgar ni a culpar. Por el contrario, a los que juzgan, culpan, demonizan y ejecutan verbalmente a diario es a Donald Trump y a su familia. Donald Trump, el americano malo de la película. Su familia, una familia de bien donde no hemos visto ningún escándalo de corrupción ni de drogas ni de abusos probados ni de pedofilia.

Desde hacía algún tiempo venía pensando que cada vez más y a pasos agigantados la izquierda con su carencia de argumentos me empujaba hacia la derecha; pero la derecha con su flojera y poca o ninguna garra sostenible me proyectaba hacia un espacio en el que me sentía más libertaria, más ajena a las polarizaciones, y más libre con mis ideas propias de verdad, vida, justicia y libertad.

En el año 2020 dejé de ser definitivamente una “reaccionaria de izquierdas”, y aquí cito al gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, para devenir una libertaria y retornar a mi fe. Libertaria cristiana. Una libertaria definitivamente católica y cristiana.

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