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Javier Gómez de Liaño

No al feminismo fundamentalista

Sí al feminismo singular que demanda la igualdad ante la ley sin privilegios de género y defiende la capacidad y el mérito.

Sí al feminismo singular que demanda la igualdad ante la ley sin privilegios de género y defiende la capacidad y el mérito.
EFE

Hace algunos años, invitado por un grupo de mujeres juristas, ofrecí en Barcelona una conferencia que tenía un título parecido al que llevo a la cabecera de esta tribuna. Al igual que hice en aquella ocasión, comienzo con un turno de preguntas, todas bienintencionadas. ¿Cuáles pueden ser las motivaciones de las movilizaciones programadas para hoy, 8-M? ¿De verdad que se trata de una súplica por la igualdad total entre el hombre y la mujer? ¿La jornada es una reivindicación o un resentimiento?

Como primera providencia, creo que la historia manda y, hoy por hoy, todas las diferencias en función del sexo, lo mismo que de la religión, del nacimiento, del aspecto físico, de la raza o de cualquier otra particularidad semejante, son inadmisibles. El artículo 14 de nuestra Constitución –lo mismo que el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, triple grito de la Revolución Francesa–, por tópico que parezca, proclama un derecho inequívoco y generalizado en todas las democracias capaces de airear ese nombre con orgullo.

Es un hecho probado que hace años que a la mujer le llegó su turno y que las conquistas de derechos y libertades por las mujeres españolas son citadas fuera de nuestras fronteras como ejemplos a seguir. Lo mismo que ocurriera con la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y la posterior adopción de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo, ambas pioneras en el entorno europeo, nuestra sociedad ha mostrado ir incluso por delante de aquellos vecinos en los que tantas veces nos miramos no sin cierto complejo de inferioridad. España se sitúa por delante del Reino Unido, Alemania, Francia y Suecia en la lucha contra la violencia en el ámbito familiar o en la desaparición de las diferencias salariales entre el hombre y la mujer trabajadora, hasta el punto de que, según los expertos, en relación a la denominada brecha salarial, la nuestra es inferior a la británica o alemana.

El feminismo no puede ser una represalia sino una reconquista y si la inteligencia de la mujer ha sobrevivido a tanta hostilidad, a tanto abandono y a tanta contradicción es porque las mujeres son más necesarias que el hombre para la vida. Tal vez aquí se encuentre la razón de la violencia contra la mujer protagonizada por hombres, sean maridos o no, todos castrados porque no soportan las bofetadas que en su orgullo de macho diariamente reciben de un ser a quien consideran muy superior a ellos. Lo cual no me impide sostener que la tutela penal reforzada de la mujer –que algunos llaman de «acción positiva»– a base de tipos delictivos que la protegen de modo más intenso frente a ciertos actos de violencia de sus parejas, descansa en situar a la mujer en posición subordinada respecto de su pareja masculina y nos retorna a un autoritario "Derecho penal de autor", frente a un democrático "Derecho Penal de hecho".

La inteligencia, lo mismo que la capacidad, se reparte al margen de los sexos. Ahora que la mujer está correctamente valorada, es lamentable que se cometan no pocas necedades como esas iniciativas de reservar porcentajes en listas electorales, reclamar las mismas plazas en la administración pública, la sanidad o los tribunales o idénticos sueldos que los hombres, simplemente por que sí y al margen de méritos. Estos son terrenos pantanosos y pedir, por pedir, igualdad de trato, como si la mujer fuese una especie a proteger, es retroceder parte del territorio ganado a base de tiempo, trabajo y sacrificio. Si la mujer está preparada para la política o para ocupar un puesto de elevada responsabilidad, debe ser elegida o contratada porque vale y no porque forme parte de una cuota. Hacer lo opuesto es volver a la humillante incultura del sexo.

En esta España que, día a día, estamos construyendo con el esfuerzo de muchos y no obstante el afán de destrucción de algunos, lo deseable sería más naturalidad y menos reivindicaciones innecesarias. A nadie debe gustar que le embauquen, sean políticos, feministas o trovadores, aunque, por desgracia, no todas las feministas ni todos los colectivos femeninos piensan lo mismo. Hablo de quienes acostumbran a moverse por el émbolo del oportunismo y el sectarismo, según los supuestos o, lo que es igual, conforme convenga.

Es indudable que la igualdad absoluta del hombre y la mujer es una de las más altas empresas capaces de definir el nuevo mundo que amanece. Hoy las sobresalientes figuras del liderazgo femenino de principios de siglo pasado se emocionarían al ver lo que se ha logrado en ese campo, pese a la presencia de algunas feministas dispuestas a hacer pagar a los demás el alto precio de sus propios infortunios. Por tanto, no al feminismo autoritario, convencido de ser el auténtico movimiento que lucha por la libertad y la emancipación de la mujer y que patrocina la guerra de sexos propia de un fundamentalismo feminista tan insoportable como arcaico. En el sentido opuesto, sí al feminismo singular que demanda la igualdad ante la ley sin privilegios de género y defiende la capacidad y el mérito en un sistema que ofrece oportunidades de promoción social y profesional.

Cuidado, pues, con las tesis feministas radicales, como aquella que patrocinaba la exaltada Valerie Solanas en el Manifiesto por el exterminio del hombre. Desterremos las pretensiones de algunas feministas empeñadas en abrir los ojos a las mujeres cuando ellas solas descubren y nos descubren el mundo cada mañana.

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