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Daniel Rodríguez Herrera

Sin meritocracia queda el caos

Cuanto peor para nosotros, mejor para ellos. Por eso hay que echarlos.

Cuanto peor para nosotros, mejor para ellos. Por eso hay que echarlos.
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y la diputada de Podemos Lilith Verstrynge. | Europa Press

Nos dice el diccionario que la meritocracia es el "sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales". Siendo así, no es de extrañar que luminarias como Lilith Vestrynge o Íñigo Errejón hayan criticado el concepto: todo lo que ha surgido de Podemos demuestra que para acceder al poder político en España, al menos por su lado izquierdo, es extremadamente importante de dónde vienes y de quién eres amigo; mucho más que los méritos personales, de haberlos.

El problema es que cuando nos referimos a meritocracia rara vez pensamos en una forma de gobierno, sino en la sociedad en su conjunto. En el plano puro de las ideas, sería ese ideal bajo el cual todas las personas deben llegar a donde su talento y su esfuerzo les lleven. Quienes la declaran un mito se escudan en que los hijos de padres con dinero o contactos siempre lo tendrán más fácil que el hijo del vulgo. Naturalmente, como lleva sucediendo siempre, y no en menor medida en los países comunistas que tanto les gustan, donde los hijos de la nomenklatura tienen la vida tan resuelta como los hijos de los millonarios capitalistas. Eso es porque esta idea de meritocracia no es más que un objetivo que se sabe inalcanzable, pero al que debemos tender en la medida de lo posible.

Porque, en la práctica, lo que significa meritocracia es vivir en un país que permita a quienes no tienen dinero, familia ni contactos ascender en la escala social por méritos propios. Por eso lo importante no es tanto la diferencia entre quienes tienen más y quienes tienen menos, sino el porcentaje de pobres que, a lo largo de las décadas, acaba ascendiendo a la clase media o, con mucho talento y una pizca de suerte, incluso más arriba. Y especialmente crucial es que ciertas palancas, como la educación, permitan a todos llegar más alto de lo que las circunstancias personales darían por sí mismas.

Pero si a los que menos tienen les dices que la meritocracia es mentira, que da igual lo que se esfuercen y van ellos y se lo creen, entonces nunca saldrán del hoyo por sí mismos y votarán a quienes les den cosas gratis robándoselas al vecino. En lugar de vivir en una sociedad que mejora en su conjunto gracias a que la mayoría ha intentado dar lo mejor de sí para aportar más valor, tenemos otra donde se desincentiva a quienes aportan y se premia a quienes se rindieron, y en la que se agita la llama del conflicto entre los unos y los otros.

¿Que hay quien se esfuerza y no logra el fruto que merece? Claro. ¿Que hay quien vive de rentas que no merece? Por supuesto. Pero la mayoría de los españoles, y de quienes en general viven en una economía de libre mercado, saben que al menos parte de lo que tienen se lo deben a sí mismos, y ninguna paga les da tanto como esa satisfacción. Quienes chillan contra la meritocracia lo que piden es que los ricos sigan siendo ricos, los pobres sigan siendo pobres, la sociedad en su conjunto se empobrezca y se enquisten los resentimientos entre quienes aportan al Estado y quienes reciben de él. Pero, claro, quienes denuncian que la meritocracia es un mito son los que medran en ese caos. Lo que quieren, lo que siempre van a querer, es más pobreza que paliar con dinero ajeno y más división entre los españoles. Cuanto peor para nosotros, mejor para ellos. Por eso hay que echarlos.

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