
Cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de Barcelona, de cuya inauguración se han cumplido este lunes treinta años, en Cataluña ya regían las leyes nacionalistas en contra del idioma español y estaba en marcha desde hacía mucho tiempo el feroz programa de desespañolización de Cataluña emprendido por la funesta alianza entre el nacionalcatolicismo pujolista y la izquierda local. Sin embargo, Pujol creyó en peligro su vasto proceso de manipulación y exclusión, de modo que activó todos los resortes a su alcance para torpedear la organización de aquellos Juegos. Al tiempo, sus hijos y otras jóvenes promesas del catalanismo como el indultado Quim Forn, el también indultado Jordi Sànchez o David Madí, impulsaban la campaña "Freedom for Catalonia" para utilizar el evento a modo de plataforma propagandística.
Las trabas administrativas, la nula inversión de la Generalidad o el desprecio del catalanismo por unos Juegos que eran de toda España no fueron óbice para que una vez superada la cita se apropiaran del éxito. Como escribió Iñaki Ellakuría en El Mundo, la supuesta superioridad técnica, intelectual y cultural que exhibe el independentismo nace de la satisfactoria proyección de Barcelona en el resto del mundo.
Los Juegos fueron el canto del cisne de la Administración del Estado en Cataluña. Ese Estado del que renegaban los nacionalistas corrió con el grueso de los ingentes recursos públicos de todos los españoles volcados en Barcelona y en toda la región. Ninguno de los gobiernos de aquellos años previos y posteriores a la celebración olímpica tuvo el más mínimo interés en discutir el "modelo catalán" que ya entonces discriminaba a más de la mitad de la población por sus orígenes o por sus ideas.
El gran olvidado de Barcelona'92 es precisamente la persona sin la que los Juegos no se hubieran podido celebrar. Juan Antonio Samaranch es desde hace muchos años un nombre prohibido en Cataluña, a pesar de su condición de genuino representante de una burguesía que medró con el franquismo y se deshizo a tiempo de la camisa azul para continuar prosperando en democracia. La diferencia entre Samaranch y la inmensa mayoría de paniaguados de Franco, como los Carulla, los Millet o los Cendrós, es que el primero hizo contribuciones a la prosperidad general sin renegar (mucho) de su pasado y los demás sólo se enriquecieron hasta el punto de procrear camadas de vagos engreídos y trataron de borrar todo rastro de su entusiasta colaboración con la dictadura.
Por otra parte, el recuerdo de los Juegos aboca de manera inevitable a la melancolía más radical. A pesar de que el nacionalismo progresaba como una apisonadora, Barcelona aún mantenía algunas de las esencias que la habían convertido, por ejemplo, en una gran capital de la edición en español. O los toros en la Monumental. Pero era un espejismo. Sólo quedaba la fachada, muy mejorada con operaciones urbanísticas como la recuperación del frente marítimo de la ciudad. La decadencia es generalizada. Antiguos gobernantes como Pasqual Maragall, otro actor clave en el 92, parecen gigantes al lado de los pigmeos actuales, encabezados por Ada Colau y Pere Aragonès. Barcelona apesta, está sucia, es insegura y ahora mismo sólo está en disposición de organizar el campeonato del mundo de robos de relojes de lujo y un congreso de telefonía cuyos participantes vienen de fiesta. La ciudad sólo interesa a los organizadores de viajes de fin de curso y despedidas de soltero. Y de remate, al proceso separatista, la nostalgia.
No parece que en Sevilla haya mucho interés por recordar la Expo celebrada aquel mismo año y que también se celebró a plena satisfacción de propios y extraños. En la capital andaluza prefieren preocuparse por el futuro que explorar su propio ombligo.