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Ignorancia: ¿innata o adquirida?

Los primeros no causan desazón, porque nadie esperó nada de ellos; los segundos, en cambio, provocan desconcierto.

Los primeros no causan desazón, porque nadie esperó nada de ellos; los segundos, en cambio, provocan desconcierto.
El presidente del Gobierno, Pedro Sanchez (c), preside la tradicional foto de familia de la nueva composición del Ejecutivo en las escalinatas del Palacio de la Moncloa. | EFE

Se han cumplido dos semanas desde que comenzara el curso en la Universidad –al menos en la Complutense– y es momento para reflexionar acerca de lo que tenemos, mostrando agradecimiento, a lo que nos dejaron los siglos de esplendor del pensamiento, para bien de la humanidad.

Reconozco que soy un fervoroso de los griegos y, muy en especial, del filósofo de filósofos, Aristóteles, de quien seguimos viviendo, aunque algunos lo hayan ignorado, quizá por considerarle de derechas. ¡Ay si levantara la cabeza! Más aún ¡ay si los detractores tuvieran la tentación de leerlo!

Entiéndanse, pues, estas líneas, como un homenaje al intelecto, como un reconocimiento a los que nos introdujeron e incitaron a leer a los clásicos, y, finalmente, como homenaje a todos los que nos precedieron, hoy postergados, pese a tanto como les debemos.

Al parecer toca vivir en el imperio de la ignorancia. Me preguntaba, a este propósito, cómo en una nación, la española, con una población algo superior a cuarenta y siete millones de habitantes, que reducida a edades ministrables (25 a 70 años) supondrían algo menos de treinta millones, un Presidente del Gobierno elige a 22 ministros que, incluso a ciegas, parece imposible reunir semejante nivel de ignorancia ejerciendo el poder.

Es cierto que algunos han tenido esta condición desde el nacimiento. Ya decía Aristóteles, que el conocimiento –el intelecto– al nacer, es una simple potencia, que se convertirá en acto a través de los sentidos, la instrucción, la experiencia… En sus propias palabras, al nacer, el intelecto es potencialmente lo inteligible, lo cual estará en el intelecto como en una tablilla en la que nada hay actualmente escrito.

Hasta aquí, el estado natural del ser humano al nacer, por lo que no cabe censura, ni menosprecio. Otra cosa es que se llegue en ese estado a los cuarenta o cincuenta años –con la tablilla en la que tampoco haya nada escrito–. Casos como éste, diría que se dan en más de la mitad de los veintidós elegidos, sin ánimo de señalar y menos de ofender. Este es el grupo que nacieron así, como todos, pero que permanecen en la misma condición, y por eso los reúno bajo la denominación que llamo ignorancia innata.

Más peligro tiene el segundo grupo, el de la ignorancia adquirida. Estos, consiguieron rellenar la tablilla, como para que el pueblo confiara en ellos y en su saber, pero que, circunstancias –generalmente de sumisión ideológica, incoherente con la tablilla–, han erosionado, hasta su total desaparición, el contenido escrito en aquella, por lo que son ignorantes por servilismo contradictorio, o por escaso aprecio al conocimiento que figura en su tablilla.

Los primeros no causan desazón, porque nadie esperó nada de ellos; los segundos, en cambio, provocan desconcierto, porque en tiempos pasados gozaron de aquella tablilla que prometía principios de interés social para los ciudadanos; promesa disipada, por causas adquiridas, de las que, seguramente, sentirán vergüenza.

Los resultados hablan por sí solos.

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