
Ocurre con ciertas personas que se vuelven odiosas por el mero hecho de no serlo. Son ese tipo de personas de carácter afable y moral ordenada, simpáticas, risueñas y desprendidas que, por ser tan así y por no hacer nunca mucho ruido, no soportan luego el peso de cualquier mínimo defecto que se las acabe encontrando. Yo he llegado a odiar a una de estas buenísimas personas al descubrirla colándose en la caja del supermercado, como si, por no querer esperar detrás de la compra bimensual de una familia numerosa tuviese además que darme explicaciones y enumerarme en cuántas cosas más me había estado engañando durante todos estos años.
Una cosa que conviene aprender pronto es que nadie está nunca a la altura de las expectativas que genera. Por eso es mejor apuntar a criminal, y dejar que sean las inevitables decepciones que se vayan provocando las que le coloquen a uno la aureola de santo. No quiero decir con esto que la transformación que estamos presenciando de Luis Enrique en Luis Padrique —o Padrique a secas, por abreviatura— sea una cuestión premeditada. Tampoco que no lo sea. Lo que ocurre con las personas odiosas que acaban siendo queridísimas a base de pasarse el juego es que tampoco importa mucho si el mérito es de ellas o de quienes no podemos ya dejar de defenderlas si alguna vez se nos requiere para un juicio por combate.
A Luis Enrique, o Padrique, a partir de ahora, se le ha echado en cara su exceso de protagonismo. Se ha dicho de él que prefiere seleccionar a adolescentes sin partidos en las piernas que a veteranos con dos Eurocopas y un Mundial. Que lo único que quiere es ser él la única estrella. Se le ha acusado de nepotismo azulgrana, de ser antipático, antitético, antihéroe y antimadridista. Y lo mejor de todo es que no ha tenido que desmentir ninguna de esas afirmaciones para ser también el puto amo. Padrique ha demostrado que no hay mejor redención para un villano que poner todos sus trucos al servicio de la causa que hasta hacía un segundo exigía su cabeza. Queda saber cómo acabará el Mundial para nosotros antes de conocer cómo pervivirá su nombre en nuestra historia. Pero si una cosa ha conseguido el 7-0 a Costa Rica es obligar a todos los que no sabíamos cómo seguir odiándole a enfrentarnos a esa cruel encrucijada que nos coloca entre rectificar y parecer idiotas o morir equivocados y terminar de demostrarlo.
Lo más fascinante de su caso es que su mayor virtud ha consistido en exagerar al máximo cada uno de sus defectos. Ha fagocitado a la selección. Se la ha comido con una gula narcisista. La ha hecho suya hasta tal punto que no queda más que reconocerle el mérito. Perro viejo, ha sabido ligar el destino de su reputación al del equipo. Y quizá también por eso ha empleado la misma estrategia que ha seguido él mismo para encarar la cita mundialista con garantías de éxito. Heredó una selección repleta de estrellas y la convirtió en un parvulario. O, lo que es lo mismo, llegó a un lugar que todavía albergaba expectativas de victoria y se encargó de transmutarlas por sencillas esperanzas de no hacer demasiado el ridículo. Pocas personas saben mejor que él que el camino que va de la horca al indulto es más agradecido que el que sigue el recorrido inverso.
La esencia de Padrique reside ahí, en la frontera ambigua que separa el bien del mal, el amor del odio, la condena de la redención. Puede que sea esa la razón por la que ha obrado milagros tan contradictorios como que llevar a un chaval de diecisiete años por delante cracks de la talla de Canales o Parejo siga siendo a día de hoy un error imperdonable, pero, al mismo tiempo, el mayor de sus aciertos. Padrique logró su primera hazaña al conseguir que le queramos los que alguna vez le odiamos a base de continuar haciendo todo aquello por lo que nos resultaba odioso. Se ha permitido el lujo hasta de convocar a Eric García. Y ni por esas. Después de esto, es evidente, cualquier cosa es posible. Pero el miedo que sentimos los conversos es que el precio de creer es terminar desengañados.
