
Escocia aprobó una ley transgénero que, igual que la de aquí, permitía la "libre determinación de género" desde los 16 años sin otro requisito que una declaración. Con esta norma tan "despatologizadora", un tal Adam Graham, acusado de violar a dos mujeres, pudo cambiar de género y, de esa guisa, bajo el nombre de Isla Bryson fue enviado a una cárcel de mujeres a la espera de juicio. Bien, ¿y por qué no, si ya era a efectos legales una mujer como cualquier otra? Este hecho, al conocerse, levantó tal polvareda que la norma escocesa terminó por ser bloqueada, caso excepcional, por el Gobierno británico a principios de año. Ahora, aquella ley trans se acaba de cobrar su primera víctima política de importancia, que es nada menos que la primera ministra escocesa, la independentista Nicola Sturgeon.
Su dimisión no la ha querido relacionar Sturgeon con ninguna causa concreta y ha preferido refugiarse en las generalidades de rigor, como es costumbre, pero el resto del mundo ha emitido un dictamen inequívoco: la ley trans le ha dado la puntilla. No ha soportado Sturgeon la tensión y la mayoría de los ciudadanos rechazan la norma. ¿Por culpa del caso de Adam Graham/Isla Bryson? Seguramente. Pero ese peculiar suceso no hizo más que centrar el debate público sobre la ley, ponerla en exposición, por así decir, y ejemplificar sus "efectos indeseados", que dirían nuestros progresistas.
No sólo se ha polemizado allí sobre el violador encarcelado en una prisión de mujeres. Se ha discutido sobre otros muchos efectos perjudiciales de una legislación que zanja un asunto complejo sobre el que aún se sabe poco. Nadie sabe, pero legislar, se legisla alegremente. Y en la controversia han terciado figuras como la escritora J.K. Rowling, quien por oponerse a acabar con la definición legal de sexo y sustituirla por la de género, sufrió amenazas de colectivos trans y "cancelaciones" por sus opiniones "transfóbicas". Allí como aquí, estar en contra de estos juegos identitarios de consecuencias irreversibles —e indeseadas después por algunos de los que se dejaron llevar— es signo de fobia, atraso, ranciedad, fascismo y todo lo peor.
Nuestras Montero, Pam y Rosell, triunvirato del fiasco del "sí es sí", verán lo de Escocia como si no fuera con ellas. Cosas de anglosajones, gente rara y conservadora, ya se sabe. Pero Sánchez, que tomó partido por las podemitas y contra las feministas del PSOE, debería tener presente aquello de las barbas del vecino. Y saber que el Laborismo manifestó sus reservas hacia la ley escocesa. Y que el servicio de salud británico ha cerrado la única clínica que había para el cambio de género/sexo de jóvenes. Porque se va a dar el paso adelante, con unanimidad Frankenstein, cuando en otros países que lo dieron antes están retrocediendo. Así que ponga las suyas a remojar. Sólo le falta al PSOE que la ley trans, que se aprobará definitivamente la próxima semana, despliegue uno de sus "efectos indeseados" en pleno año electoral. ¿Un violador trans en una cárcel de mujeres? Si ha pasado en Escocia, por qué no puede pasar aquí.