
Yo, que no soy catalán pero sí barcelonés, suelo irritarme cada vez que vuelvo de visita a mi ciudad para pasar unos días ejerciendo de turista ocasional. Porque lo habitual en mi caso suele ser eso, el cabreo. Sin embargo, esta vez (llevo una semana vagando por la capital del País Petit) la Colau ha logrado que subiera de golpe unos cuantos grados mi rutinario hastío. Y el motivo no es otro que lo bien que, por primera vez a lo largo de los últimos ocho años, estoy viendo las calles y las plazas de donde se localizaron los escenarios de los cincuenta y cinco primeros años de mi vida. Porque Barcelona luce ahora mismo radiante, magnífica; o sea, irreconocible.
En mi barrio, un territorio de frontera entre el Ensanche y la ciudad antigua, los grandes asientos de madera del Paseo de San Juan, sistemáticamente vandalizados por hordas de adolescentes imbéciles armados con sprays de pintura para garabatear monigotes, se presentan ante mí tan limpios, barnizados e impecables que uno tiene la sensación de que se podría comer en ellos sin necesidad de usar platos. Aunque lo que más me asombra es la absoluta ausencia de colchones, mantas y somieres en medio tanto de las aceras como de los jardines del centro. No salgo de mi perplejidad al constatar que han desaparecido como por arte de magia, cuando lo habitual era que me cruzase a diario con una docena de esos dormitorios móviles.
Hasta los tres indigentes marroquíes que moraban estirados sobre cartones a apenas unos pasos del portal de mi casa, los tres muy arraigados en ese trozo de asfalto tras llevar plantados allí cálculo que más de cuatro años, igualmente se han esfumado sin dejar ni rastro. Ahora, el espacio de la que fuera su antigua residencia lo ocupa una valla del ayuntamiento. Y eso es lo que me sulfura. Porque la Colau sabe que sí se puede. Y si no lo hizo hasta cinco minutos antes de las elecciones únicamente fue porque no le daba la gana, solo por eso. Hay que echarla.
