
Algunas tonterías se quitan pensando en las cabinas telefónicas. Me refiero a esas tonterías que pensamos algunos nostálgicos a veces: que la vida no debería renovarse nunca; que algunos sitios de la infancia deberían permanecer intactos para siempre. Lo pienso en estos días en los que me ha dado por revisitar paisajes y me he sorprendido autoengañándome a mí mismo: obviando los detalles que han cambiado y enfocando la mirada en lo inmutable; como si en lugar de analizar el parque donde solía jugar de niño estuviese analizando mis achaques.
Hablaba de las cabinas telefónicas porque son de las pocas cosas que todavía nos permiten medir con precisión cuánto hemos evolucionado. Al estar casi extintas, uno las descubre por la ciudad como si fuesen fósiles. Y si algo tienen los fósiles es que llevan varios siglos sin recibir una capita de pintura. Las cabinas telefónicas son vestigios de un pasado que se fue con la misma velocidad silenciosa con la que años después se implantó Whatsapp. Lo que nos dicen las que quedan —ultrajadas, inútiles y abandonadas—, es que ninguna infancia está exenta de la decadencia si no aprendemos que la mejor manera de mantener algo importante es renovarlo.
Es un juego de equilibrios, el del conservadurismo. Obliga a caminar por un alambre que se mantiene tenso entre dos tentaciones contrapuestas. El conservadurismo es un matrimonio cuarentón que se debate entre la apatía del sofá sin sentimientos y la revolución de esas nuevas formas fluidas de amar que sólo pueden conducirlo hasta el divorcio. El riesgo se esconde tanto en la posibilidad del abandono como en la de la metamorfosis sin sentido. Y la respuesta correcta suele ser la más sencilla, quizá por eso la más difícil de ver. Si riegas cada día tu jardín no sentirás la tentación de erradicar todos los jardines del planeta dentro de diez años, cuando te hayas convencido de que tu fracaso es la injusticia con la que el tiempo nos termina atrapando a todos. Lo que pasa es que regar exige algo tan peregrino como coger una manguera, que no es tan descansado ni atractivo como fantasear desde la cama con mundos futuros en los que el trabajo haya dejado de resultarnos necesario.
Pensaba en todo esto, como digo, ahora que me ha dado por revisitar paisajes de mi infancia. Y lo pensaba, mientras los revisitaba, leyendo la prensa y dejándome llevar por la tentación de que hay pasados que son mejores que el presente, por supuesto. Y que si los perdimos fue porque no supimos hacer que fuesen progresando con nosotros. No lo digo por las quejas que pintan ahora la política como un juego de máscaras cada vez menos sofísticado. Al fin y al cabo, ni siquiera sé si la cosa ha cambiado demasiado con respecto a hace un siglo, cuando Galdós le decía a Camba que lo que ocurría en el Parlamento era una mera pantomima. Lo digo más bien porque al menos antes parecía haber ideas sobre las que construir la farsa en el Congreso. Hoy es como si todo lo enjundioso llevase milenios abandonado y lo único que nos importase fuese su carcasa. Los partidos se me antojan como cabinas rositas supercuquis; cubos de un azul moderado, aseadísimo e insulso; pero descuelgas el teléfono y ninguna te da tono.
