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Todo lo que veo me sobrevivirá

La obra de Juan Muñoz tiene hoy tanta vigencia como en el año 2000 que recibió el Premio Nacional de las Artes Plásticas.

La obra de Juan Muñoz tiene hoy tanta vigencia como en el año 2000 que recibió el Premio Nacional de las Artes Plásticas.
El escultor Juan Muñoz junto a algunas de sus esculturas. | Archivo

La escultura española nunca tuvo en el pasado grandes teóricos. Desconozco por completo la calidad crítica de los actuales estetas de esa modalidad o expresión artística. No tengo sabiduría suficiente y menos aún credenciales para juzgar a nadie sobre teoría de la escultura. Aunque tengo la sensación de que han sido los propios artistas, los escultores, los que han venido a ejercer esa función estética que en otras épocas estaba reservada a lo teóricos. Quizá la escultura contemporánea, como la gran poesía moderna, contenga en sí misma su crítica. Desconozco por completo si, en la actualidad, esa carencia del pasado ha sido remediada o, por el contrario, persistimos en seguir abrevando en fuentes extrañas a nuestras tradiciones artísticas. No lo sé. Pero, sea como fuere, una forma de empezar a salir de dudas es visitar la exposición dedicada a Juan Muñoz, fallecido en 2001, para conmemorar los setenta años del nacimiento del artista, en La Sala Alcalá 31 de la Consejería de Cultura de Madrid.

Esta exposición, titulada Todo lo que veo me sobrevivirá, una cita recogida por Juan Muñoz de la poetisa rusa Anna Ajmátova, recorre los últimos diez años de la trayectoria del artista, quien en un programa de radio inédito, una obra de arte sonoro, titulada Third Ear, mantenía con la contundencia de lo evidente que había dos cosas imposibles de representar: el presente y la muerte. Solo había una manera de llegar a ellas por su ausencia. Cierto. La ausencia de Juan Muñoz, artista fallecido repentinamente a los 48 años, es causa principal de la tristeza jovial, el agridulce artístico, que rodea toda la muestra, concebida a modo de una instalación de instalaciones, según Manuel Segade, comisario de la exposición.

Inquieta la entera exposición a cualquiera que la visite y tenga un poco de sangre en las venas. Gustan, y gustan mucho, algunas cosas de la muestra y disgustan también en abundancia otras. Pero a nadie deja indiferente. Es arte crítico. Inquietan sus figuras, sus espejeos, sus balcones, sus centinelas, sus persianas, sus suelos perspectivos, su trapecista suspendido en el aire… Todo inquieta, incluso el propio espacio arquitectónico de Antonio Palacios, y nos envuelve en un sentimiento de zozobra. Este singular y nuevo artista de la imaginería logra que el visitante forme parte de lo expuesto. Nos muestra nuestra fragilidad y dependencia del artista. El narrador artístico, el escultor, oficia de crítico y dirige a los visitantes con mano de hierro en guante de seda. Ni siquiera sabemos bien por donde caminar. Nos sentimos a veces perdidos y otras muy orientados.

Mas nuestro gusto, como nuestro disgusto, no parece maleado por una teoría del arte. Al contrario, estamos ante un genuino artista. Lejos de la ideología, su preocupación por la figura humana recuerda a los grandes imagineros españoles, aunque sus figuras son de tamaño ligeramente inferior al natural en interacción mutua y distribuidas en ambientes tanto cerrados como abiertos. Las instalaciones de esas figuras invitan constantemente al espectador a relacionarse con ellas. Los personajes-figuras no están individualizados. Son todas tan anónimas como los espectadores. Todas parecen iguales, pero, ay, no lo son… Quizá lo que se gana en universalidad se pierde en particularidad, pero el espectador no se conforma con lo que ve y busca diferencias.

Ese casi anonimato de las figuras es más que inquietante. Es una llamada de atención a unas vidas sin alma. Mera supervivencia. Visiten, en fin, esta exposición que alcanza su punto más agridulce en la sala central con la obra Plaza, un conjunto de veintisiete personajes asiáticos (quizá chinos) que se relacionan, o mejor, se socializan a través de una risa contagiosa y compartida, cuyo origen escapa a todo espectador. Risa de nada, o peor, amarga risa de quien no aspira nada más que a reírse. La obra de Juan Muñoz tiene hoy tanta vigencia como en el año 2000 que recibió el Premio Nacional de las Artes Plásticas.

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