
Cuando el primer set del partido de su vida —hasta ese momento— terminó con derrota, una infinidad de razones se agolparon en las cabezas de quienes lo estábamos viendo para decirnos que la suerte es un capricho que sólo sonríe a los mortales en años bisiestos. Durante unos minutos, los pocos que necesitó Jan-Lennard Struff para comenzar a demostrarnos que en la vida se remonta igual que se remonta en el tenis, casi todos los que nos habíamos asomado por allí no pudimos obviar que así, exactamente así, había terminado el primer set de su enfrentamiento anterior contra el mismo rival, ocurrido sólo diez días antes en las rondas clasificatorias del mismo torneo. Nosotros no lo habíamos visto, pero sabíamos, por el morbo que se había generado antes de estas curiosas semifinales, que el desconocido gigante alemán había tardado en sucumbir entonces lo mismo que tarda en derretirse un pez de hielo en una terraza madrileña un diez de agosto. Lo sabíamos pese a no haberlo visto, porque si algo tienen los marcadores deportivos es que miden cualquier cosa menos la realidad profunda de la que se nutren los deportes.
A Struff, diez días antes, le apuñaló la derrota para que pudiese revivirle la fortuna. Pasó a ser un lucky loser, etiqueta que sirve lo mismo para definir a los perdedores repescados como a los columnistas sin ideas, y la gente se olvidó de él; hasta que su carrera imprevisible hacia las rondas finales hizo que se convirtiese en un monstruito. Entonces llegó ese primer set, de nuevo, y ese 6-4 idéntico que parecía querer desterrarle para siempre —y a nosotros con él— de la sala VIP donde se había colado. Pero lo bueno que tiene el tenis es que es como lo vida. Allí no hay salas vedadas del todo porque se puede perder pese a haber ganado y, lo que es mucho más interesante, ganar pese a no haber llegado ni a octavos.
Struff no tendría que haber jugado ni la primera ronda y sin embargo allí estaba, en semis, después de haber derrotado a una sucesión de jugadores mejores que él en el ranking y en la cabeza de todos aquellos que piensan que el futuro puede predecirse a base de algoritmos. Hablamos de los mismos infelices a los que les resulta difícil comprender que el Madrid gane todos los años la Champions pese a no haber inventado el fútbol. Gentes de mente cuadriculada, personas insulsas para las que el talento, la fortuna o la determinación son factores matemáticos y no realidades tan vivas como la mano que empuña una raqueta.
Esas cabezas no saben que hay puntos de torneo que se juegan en el primer saque del primer partido. Y que después de ellos llegan muchos otros, aderezados todos con la misma carga de divina incertidumbre por la que suele decidirse el amor, la guerra, la muerte y, en definitiva, la historia.
Esas gentes no son peores que sus polos opuestos, todo hay que decirlo. Me refiero a aquellos que recitan a Woody Allen y nos intentan colar que todo en la vida es suerte. Pero están igualmente equivocadas. Posiblemente, lo que separó a Struff del título cuando perdió en las rondas previas de Madrid fue una mala volea, una pelota que no consiguió lamer la línea, un mal pensamiento que se enquistó en su cabeza en el peor momento, una dinámica negativa que supo aprovechar su rival y que nos estuvo a punto de privar de ver el talento que tiene y que, está demostrado, le da para competir contra los grandes. Tuvo que aparecer la fortuna para que nos diésemos cuenta, sí, pero sólo antes de que apareciese también el mismo Struff. Al final, si no llegó a levantar el trofeo es porque en esta vida las finales suelen ser contra los Carlos Alcaraces de turno. Y tampoco somos tan ingenuos como para sugerir que todos somos iguales.
