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Juan Cermeño

Aborto para unos, banderitas españolas para otros

Urge una dictadura de la razón, damas y caballeros. El retorno de la mayoría silenciosa. Pero a mí no me miren: yo voté a Kodos.

Urge una dictadura de la razón, damas y caballeros. El retorno de la mayoría silenciosa. Pero a mí no me miren: yo voté a Kodos.
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Como los Simpson predicen casi todo, hace unos años sus brillantes guionistas –los de antes, no sus sucedáneos woke– vieron lo cuesta arriba que se hace la democracia cuando se trata al soberano como rebaño. Lo resumió perfectamente uno de esos simpáticos alienígenas verdes cuando invadían a los amarillos y les daban a "elegir" entre Guatemala y Guatepeor: aborto para unos, banderitas americanas para otros.

Elegir es renunciar, y qué gran verdad, oiga. Brillante frase para desromantizar el amor. Cuando la escucho, vienen a mi mente esas decisiones que marcan la vida: la futura madre de mis hijos, el próximo laburo o el siguiente zulito donde caerse muerto. Lo que nunca imaginé es que Sánchez y Feijóo se sumarían al axioma en el último revival de un bipartidismo que creíamos muerto.

En España sólo hay dos caminos de perdición. ¿Conocen ustedes esos diagramas lógicos para resolución de problemas donde el esquema te conduce paso a paso a la solución final? Tenemos su versión política: si vas a los toros: señoro casposo del PP o joven cayetano de VOX; si crees necesario el Ministerio de Igualdad: hippie podemita o cuñado del PSOE –yo también he pensado en Ábalos–. Esta España es Matrix: pastilla roja o pastilla azul. Tragas una de ellas y se te revela el listado de opiniones a defender y valores a albergar. Y entonces eres derechas o izquierdas, cuando en realidad no eres ni una cosa ni la otra, sino todo lo contrario. Es decir: nada.

No conviene hacer mucha sangre porque España no es tan singular y la democracia –que sigue siendo lo menos malo– hace aguas a lo largo y ancho del globo terráqueo. Pero es cierto que, si a este fenómeno le añadimos ese gusto tan nuestro por la bipolaridad, donde nuestras dos Españas ya habían inventado eso de elegir o morir antes de importarlo de cualquier yankee licenciado en chorradas, el cocktail deja resaca.

Cada vez buscamos más la corriente y menos la verdad. Se enmascara hablando del signo de los tiempos, la modernidad y las bondades del cambio –que alguien nos explique por qué hemos asumido como verdad universal que es bueno por definición–. La verdad no existe y como las opiniones no son medibles, en esta manía moderna de convertir todo en número, no pueden ser falsas. Es entonces cuando uno sospecha que los de arriba se dedican a sondear a los feligreses desde el púlpito, escuchar a los que más gritan y darles lo que piden para contentarlos, como cuando Pilatos soltó a Barrabás.

Me barrunto que detrás de esa dictadura vocera de minorías sigue habiendo una mayoría que no grita ni Jesús ni Barrabás, pero quiere que suelten al primero. Hago un envite apostando una mano y no la pierdo si digo que siete u ocho de cada diez españoles estamos de acuerdo en lo mismo y los otros dos o tres pelmazos de turno espolean esa continua pelea por nimiedades. Los hay tanto en las bases como en las altas esferas: la gran maniobra de los calienta butacas de este siglo ha sido poner sobre la mesa veinticuatro siete esas naderías para ayudarnos (obligarnos) a elegir entre ellos, sabiendo que el populacho está mayoritariamente de acuerdo en lo fundamental.

Malos tiempos para romper esta espiral porque haría falta discurrir un poco más allá de los ciento cuarenta caracteres de sentencia twittera a lo que queda todo reducido hoy día. Uno necesita más líneas para defender su apuesta por el libre mercado y que a su vez existan sectores estratégicos para garantizar la soberanía del país. Querer adelgazar al Estado para no caer en una Charocracia y a su vez mantener uno mínimo y fuerte que proteja al ciudadano y nos haga verdaderamente iguales –siete Ministerios, como los pecados capitales: Defensa, Sanidad, Educación, Interior, Economía, Justicia y Exteriores–. Entender que las citas médicas y operaciones no caen del cielo porque la sanidad se apellide pública o privada, y que en cada caso funcionará mejor un modelo, el otro e incluso una combinación de ambos. Ser republicano –Francia exterminó a unos reyes y exportó a otros, cargándonos el muerto– pero no federalista o defensor de las autodeterminaciones.

Cuando hablamos de política, hablamos de vida. Y preocupa esta tendencia moderna a convivir y tolerar lo absurdo mientras mengua la capacidad de hacer lo propio con nimiedades. El no fumador debe tolerar que otro lo haga en la terraza del bar; el socialista o podemita de turno acudir a Las Ventas sin sufrir el linchamiento moral de los suyos; el católico acérrimo defender la palabra matrimonio como la unión de hombre y mujer, pero no montar en cólera si una pareja del mismo sexo quiere denominarse así. La tolerancia y el discurso están pervertidos. Tiempo, recursos y cháchara para la vocal del género; piel fina para el vecino y silencio para los problemas del campo y energéticos.

Urge una dictadura de la razón, damas y caballeros. El retorno de la mayoría silenciosa. Pero a mí no me miren: yo voté a Kodos.

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