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Juan Gutiérrez Alonso

De la whipala al arcobaleno

Hoy es perfectamente legítimo considerar que esas banderas son más bien un instrumento de agresión que no un símbolo de defensa de agredidos.

Hoy es perfectamente legítimo considerar que esas banderas son más bien un instrumento de agresión que no un símbolo de defensa de agredidos.
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau (c), acompañada de miembros del Ayuntamiento, despliega la bandera LGTBIQ+, en la fachada del Ayuntamiento de Barcelona, a 28 de junio de 2022 | Europa Press

Llevo algo más de una década comentando a través de diversos periódicos la progresiva bolivarianización de nuestro sistema y sociedad. Un proceso que, con matices, supone la sustitución de la racionalidad como parámetro de actuación dentro y fuera de la Res Publica y la consiguiente demolición del Estado de derecho mediante mecanismos de ideologización extrema abriendo un ajusticiamiento histórico, por un lado, una persistente mentira por otro, y finalmente el cerco a toda forma de disidencia. Estas son en resumen las herramientas.

Veo que estos días toca la agresiva invasión del espacio público, en violación flagrante y sistemática del deber constitucional de neutralidad, con ocasión de la orgullosa afirmación de tendencias sexuales de grupos que han sido ascendidos a tutores y supervisores tanto de la acción gubernamental como del mercado de la opinión en prensa y medios de todo tipo. En efecto, basta abrir un periódico, encender una televisión, consultar cualquier página web, revisar el correo electrónico institucional o una cuenta de redes sociales para tomar nota de ello.

En pocos momentos de la humanidad, seguramente en ninguno, se habrá vivido una asfixia ideológica parecida en beneficio de una causa que puede y debe ponerse en entredicho. Sobre todo, y de modo más particular, allí donde con más virulencia se manifiesta. Porque todo esto sucede precisamente en un momento donde esas tendencias sexuales no sólo gozan del mayor reconocimiento y libre ejercicio, sino que son ya incluso un mérito o condición de ascenso o reconocimiento en partidos, medios, carreras profesionales, instituciones de todo tipo, organismos internacionales, etc, etc…

Existen otros lugares, eso sí, aquellos en los que reina un credo religioso bien conocido, en los que esto no es así. Pero esos lugares no son señalados y si acaso son excusados porque, en no pocos ámbitos, ya son socios prioritarios de nuestra dirigencia nacional e internacional. La presión y asfixia ideológica no está ni pensada ni diseñada para ellos.

Recuerdo que en Hispanoamérica, allá por los años 2003, 2004 y 2005, tuvo lugar la potentísima irrupción de la conocida Whipala. Una bandera que, curiosamente, algunos no sitúan su origen en el indigenismo sino en órdenes religiosas de tiempos de gobierno español. Esa bandera, en cualquier caso, emergió como potentísimo reclamo de movimientos que coordinaban, al menos en teoría, a pueblos indígenas y originarios. No sólo se fue reconociendo y confirmando institucionalmente de modo casi unánime, desde Bolivia a Ecuador y ahora también en México o Brasil, sino que la whipala ha ido desplazando las banderas oficiales de los respectivos países en no pocos actos públicos. Este fervor por la nueva bandera llegó a tal punto que en algunos sitios hasta se constitucionalizó. En no pocos sitios estamos a nada de que se proponga, y acepte, algo parecido.

El caso es que, como sucedió al otro lado del Atlántico con la whipala, reclamada y agitada insistentemente por una parte del activismo político e ideológico, hoy nuestras calles, instituciones, periódicos, universidades, colegios, estados de whatssup y toda la esfera de nuestras vidas se visten, o travisten, con el arcobaleno. Bandera que, por supuesto, no puede criticarse ni ponerse en entredicho sin asumir el correspondiente escarnio público. Esto hace tal vez que un día fuera simpática y hoy, para muchos, ciertamente antipática.

El arcobaleno reina e impera por doquier, desde rockefeller square hasta algunos templos cristianos (¿), y esta omnipresencia hace que aquellos que reclaman la citada neutralidad constitucional, y por tanto, la eliminación de estas banderas del espacio público, sean incluso investigados como presuntos autores de delitos de odio. Resoluciones condenatorias serían felizmente celebradas incluso por los defensores de la intervención mínima del Derecho penal, también por aquellos que censuran que "otros trapos", incluidas banderas nacionales o asimilados, puedan criticarse y/o denigrarse. Me ahorro citar casos o jurisprudencia, que sería lo mío, porque la desconsideración que tengo ya por el oficio es tal, que da hasta hasta vergüenza recordar o sugerir lo bajo que estamos cayendo los del mundo del Derecho, teóricos guardianes del Estado constitucional y las libertades de todos.

El caso, y termino, es que se argumenta que aquella bandera multicolor de Hispanoamérica, como esta otra del arcobaleno, fortalecida últimamente con otras ilustraciones que la hacen casi psicotrópica, pero omnipresente en colegios, empresas, bibliotecas y ya hasta en colecciones artísticas, representa un símbolo de defensa de derechos humanos y cosas así.

Se hace muy complicado compartir el argumento por motivos que cualquiera puede imaginar. Hoy es perfectamente legítimo considerar que esas banderas son más bien un instrumento de agresión que no un símbolo de defensa de agredidos. Y pensar esto, a la luz de los acontecimientos y esa invasión abusiva del espacio público, el de todos, no debería generar las reacciones que frecuentemente generan.

Todo esto en un contexto en el que la sociedad civil y los derechos más esenciales, incluida la libertad de pensamiento, expresión y opinión, están ya tan mermados, tan invadidos, tan coaccionados, tan (de)limitados, que resulta complicado escribir este texto sin sentir en algún momento si no puede ser objeto de aquelarre y hasta de acción penal. Y por qué no, ya puestos, de sentencia condenatoria firmada por magistrados que igual cambian su toga oscura, en sala o redes sociales, por un atuendo colorido como los de King Africa, ávidos ellos de unirse a este singular griterío que, según parece, debe compartirse obligatoriamente.

En España

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