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Juan Cermeño

Dejad en paz al amor

Hemos manoseado y sobado tanto al amor que podría presentarse en los juzgados y denunciarnos por abuso.

Hemos manoseado y sobado tanto al amor que podría presentarse en los juzgados y denunciarnos por abuso.
Tinder | Cordon Press

Imagínense la escena aprovechando los calores de este tórrido verano. El agua resbalando por las tostadas curvas de esa mujer que sale del mar; los ojos de la cajera del McDonald’s. Ya decían Sonia y Selena que, cuando llega el calor, los chicos se enamoran. Y a veces, algo básicos, somos tanto de so como de arre. Ellas, más sofisticadas, necesitarán una mirada, unas palabras, unas formas que acompañen al caballero, un marco que acoja al contenido.

Estos calores dan igual que quitan, y esas alas que los cuerpos al sol ponen a volar en nuestra imaginación se derriten como las de Ícaro: en esta época del año, bastante tienen las cabezas con mantener las funciones vitales y la rutina. Es buen momento entonces, cuando el calor se apaga tras hacer lo propio con la imaginación, para abrir ese libro ligerito donde triunfa el amor imposible o ver esa comedia romántica con el pequeño drama que precede al final feliz.

Qué tiempos para el amor. Siempre estuvo en boca de todos, pero ahora más que nunca. Cierras ese libro, apagas la televisión o abres los ojos, poniendo fin al sueño. Estas historias no suceden en la vida real, te dices resignado. Nadie encuentra todas las respuestas paseando por Gran Vía –como mucho a su ex–.

Nuestra generación es hija de los ideales. Y… ¡Ay de ese ideal traidor que nunca llega! Nos dedicamos a invocarlo, y uno no se lo quita de la boca ni con lejía. En estos años, he asistido a más tertulias sobre el amor y el ser amado que días a la oficina. Infinitas disquisiciones sobre check lists –listado de virtudes a cumplir– y red flags –defectos insalvables– para mantener una relación. Hipótesis de escenas de pareja a cada cual más enrevesada que la anterior planteando qué debería hacer el ser amado y qué no. Informar del máximo bodycount –número de personas con las que uno se ha arrimado en el catre– admisible para salir con alguien. Como ven, el asunto se ha profesionalizado hasta tal punto que tiene su propia neolengua; en inglés, faltaría más –nunca vencerás al español, pérfida Albión–.

Hemos manoseado y sobado tanto al amor que podría presentarse en los juzgados y denunciarnos por abuso. De lo que rebosa el corazón habla la boca, dicen. Pero en este caso, la verborrea teórico-romántica de nuestros días se enquista en el primero y nos enamora del amor y sus ideas, pero no de quien habita en ellas. Nos hemos convertido en neurocirujanos de sentimientos sin paciente al que operar. Todas esas teorías y filosofadas de malabarista calan hondo y un día descubres que nadie es lo suficientemente bueno para ti, inalcanzable en la cima de la torre de Babel de tus defectos.

Amor es esa química que discurre por nuestras venas, arterias y humores para terminar alojándose en el corazón. La curiosidad carnal convertida en sentimiento tras morder unos labios, agarrar unos senos o pellizcar unas nalgas. Unos sentimientos que crecen, maduran, envejecen y caducan. Su recuerdo, que hace florecer la férrea voluntad para mantener los rescoldos de lo que fue ese amor, que no necesitaba de ningún impulso voluntario. Y el transcurrir de la rutina, donde el fuelle que aviva esos rescoldos agoniza hasta que el fuego se convierte en ceniza con nosotros.

Pero ese es el amor de las grandes obras maestras de la literatura y el cine. El amor terrenal, citando a un sabio anónimo de las huestes twitteras, es encontrar a alguien que te guste y amarlo. Es la transición de la carne al espíritu. Sin ánimo de idealizar el viejo mundo, ¿no es demasiada casualidad que la media naranja de nuestros padres y abuelos fuera de su pueblo, ciudad o los cercanos? El problema de nuestros días es tener un infinito mercado de carne a disposición, un universo de posibles amores.

Decía Heisenberg al enunciar su principio de incertidumbre que no era posible conocer con exactitud y simultáneamente la posición y el momento de cualquier partícula. Ocurre igual en los amores: nadie aparecerá en esa Gran Vía, en ese lugar y momento exactos. Si el amor es un asunto de certezas es porque nosotros elegimos que así sea. Nuestra elección vence a la física cuántica y convierte al amado en esa partícula mística y elemental. Es tiempo de volver a las barras de bar y a las pistas de baile, a las cenas románticas –previa cita virtual de por medio o sin ella–, al asalto del extraño que nos remueve el corazón en el lugar más insospechado. Si seguimos contemplando el amor desde el burladero, acabaremos como el sector Whiskas, Satisfyer y Lexatin, solo que, en lugar de no catar el amor por no ser dignos de él, no lo cataremos por creer que él no es digno de nosotros.

Lope lo dejó claro: esto es amor, quién lo probó lo sabe. Y el verbo no es casualidad. Hay que probar. Lanzarse a sus caminos. La recompensa, correspondida o no, lo merece. Quien amó de verdad, permanezca en el amado o lo deje ir, tendrá la conciencia tranquila. Quienes no… ¡Ay, cuántas hermosas realidades habremos dejado escapar en nombre de los ideales!

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