
Pocas cosas hay más arriesgadas que ponerse trascendental. Sobre todo si se hace en público y con gente prestándote atención. Todavía me acuerdo de aquella vez que tuve que salir a la pizarra y no se me ocurrió mejor excusa para explicar por qué no había hecho los deberes que ponerme a divagar acerca de la futilidad del tiempo y del esfuerzo, de la nada absurda que nos atraviesa a todos y de los domingos, malditos domingos —esto lo dije extraviando la mirada por la ventana—: esos objetos de deseo que en realidad son pozos de zozobra, la tumba abierta de un impasse que no termina de morir y ya renace, por ahí se acerca, igual que un ave fénix frenopático. El cero no me lo quitó nadie y yo no protesté. Al fin y al cabo, tampoco estaba muy seguro de lo que significaba frenopático. Pero lo que nunca anticipé fue que fuera a quedárseme para siempre el apodo de fumao, cosa extraña porque nadie sabía lo que era un porro, y además molesta, pues terminé el discurso firmemente convencido de absolutamente todo lo que se me acababa de ocurrir.
Ese día descubrí que ponerse trascendental en público es peligroso porque exige un cierto grado de compromiso a posteriori. Es una trampa. Se parece mucho a caminar por un oscuro laberinto sujetando una vela: uno no sabe bien hacia dónde se dirige pero tampoco está dispuesto a volver atrás, no vaya a ser que la llama se le apague; los pasos lógicos que se van dando no son del todo racionales, pero no pueden más que interiorizarse como victorias; y así al final uno termina defendiendo a gritos conclusiones estúpidas y certezas pírricas. Las típicas verdades incuestionables que te han acompañado férreamente desde que te las inventaste hace un minuto. Y poco más.
También ocurre que cuando se piensa en alto, igual que cuando se habla, no solemos darnos cuenta de la vergüenza que pasaríamos si nos escucháramos. De ahí que el mejor invento que se haya dado nunca sea la grabadora y que, por norma general, el lugar en el que menos pensamientos genuinos nadie debe atreverse a expresar nunca sea el atril desde el que se pide el voto.
Es más bien una medida profiláctica. Pura higiene propagandística. De lo contrario, correríamos el riesgo de empezar haciendo campaña por un partido y terminar diciendo, como Zapatero hace unos días, que "el infinito es infinito", por ejemplo. Que "no nos cabe en la cabeza". Que en medio de este "Todo" incomprensible en el que flotamos existe un planeta y una especie, la nuestra, que es "absolutamente excepcional". Y que sólo aquí, en esta esquinita del universo, como decimos, "se puede leer y se puede amar", "probablemente". Hablando en público en un mitin, uno se arriesga a pensar lo que le salga. Puede hasta creer que las frases estilo Paulo Coelho aportan motivos a la humanidad para salvarse, y no lo contrario. Pero tarde o temprano, en mitad de la arrancada, tendrá que mirar y comprobar con cierta sorpresa los gestos del jefe de campaña pidiéndole desesperado que corte el rollo, no vaya a ser que termine desbocando su intelecto hasta caer en la cuenta de que en este planeta milagroso, como decimos, también se puede odiar y se puede matar. Se puede mentir. Y hasta escribir paridas. Que si cayó Sodoma fue porque no había en ella ni diez justos. Y que lo que habría que hacer, por pura lógica, sería purgar este mal absurdo que representamos todos del paraíso terrenal en el que vivimos de prestado. Menuda gracia. A ver quién va a las urnas después de eso.
Definitivamente, ponerse intenso en público es peligroso porque uno sabe dónde empieza pero nunca sabe dónde puede acabar. De hecho, es posible que los grandes hits de Rajoy, sus crípticos sermones surrealistas, no sean más que trabas que él mismo se va poniendo sin darse cuenta para no permitirse hilvanar sentencias demasiado lógicas. Tal vez intuya, gallego él, que el camino hacia el infierno está empedrado de certezas bienintencionadas. Y que se recorre en silogismos.
