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Menuda fiesta

Es necesario vivir la hermandad de una mesa electoral para preguntarse si el guerracivilismo que sale de las urnas refleja en serio la verdad.

Es necesario vivir la hermandad de una mesa electoral para preguntarse si el guerracivilismo que sale de las urnas refleja en serio la verdad.
Numerosas personas hacen cola para votar este domingo en el colegio electoral de la Universidad de Barcelona. | EFE

Las resacas electorales se entienden mejor una vez se ha comprobado lo temprano que comienza la llamada fiesta de la democracia. La mía empezó ya ni me acuerdo cuando, en esa maldita hora de hace miles de años en la que recibí la carta que me acreditaba como orgulloso vocal primero de la mesa 82-A de mi distrito. Desde entonces, todo ha consistido en una imposible tarea de mentalización. El tiempo se ha hecho jirones delante de mis ojos y la vida ha sido un gran paréntesis que no me ha permitido procesar realmente nada hasta la misma mañana de este lunes, día 24, cuando me he despertado con todas las pasiones de España esparcidas por el suelo, todavía por barrer.

Lo primero que he recordado nada más abrir el ojo ha sido el 29 de mayo y la noticia del adelanto electoral convocado por Sánchez, con los confetis del PP colgando aún de las farolas engalanadas por el 28-M. Después he comprobado el escrutinio de estas últimas elecciones y me ha llegado una revelación. Porque al principio se me hacía rara esta calma tensa, estos vestigios funestos que conservan en las calles los restos de una fiesta que parece pausada a la mitad. En España, a estas horas, todavía se puede palpar alivio y desolación, incertidumbre, miedo, apatía, ímpetu y hasta euforia. Cualquiera me dirá que es lo que sucede siempre cuando concluyen unas elecciones generales. Y sin embargo yo nunca había visto todas esas emociones tan bien repartidas, en general.

No era algo que hubiera podido anticipar antes de ayer, y mucho menos ayer mismo, desde mi silla en las urnas. Allí la jornada se vive a una velocidad diferente. Un colegio electoral es un búnker en el que entras puntual, poco antes de las ocho de la mañana, y sales cuando el país ya está cerrado, insomne y agitado, aunque tú no sepas bien por qué. Es interesante relatar el proceso. Lo primero que me llamó la atención fue que los más madrugadores fuesen los suplentes, un poco como esas parejas que llegan a las fiestas antes de que arranquen porque saben que también se van a ir antes de empezar. Los más tristes, sin embargo, fueron los que se tuvieron que quedar. Casi todos lo hicieron maldiciendo entre dientes y memorizando la dirección del titular que había faltado sin avisar. Llegué a escuchar planes elaboradísimos para cobrarse venganzas vecinales que ni en Mujeres desesperadas. Y después me dejé la espalda sentado en una silla doce horas junto a sus diseñadores, sellando inevitablemente mi hermandad en los complots.

La cosa, pese a todo, tampoco dio para mucho más. Ir a votar es un trámite que se alarga a lo sumo media hora y trabajar para que ese voto pueda darse es otro trámite que se alarga bastante más. Todo se resume en la capacidad que tengas para automatizar el proceso eficientemente. Nosotros, la mesa 82-A, llegamos a perfeccionar tanto nuestro método que habríamos podido batir a los ingenieros de Red Bull cambiando ruedas en Sepang. El truco está en estandarizar hasta las bromas. Repartir cumplidos, chascarrillos y agradecimientos idénticos a cada votante como si en vez de haber ido a las urnas estuvieran esperando un Big Mac. DNI, apellidos, nombre, voto y hasta más ver. "La cosa está reñida, puede que en unos meses nos volvamos a encontrar". Risas, gracias, hasta luego, no forme cola al marchar. También en apuntar los nombres rápido. Comerse letras. Escribir en andalú. Gracias a eso, arrollamos a nuestros principales competidores, que se sentaban en la 82-B, y cuyas colas de votantes nos echaban miraditas anhelantes bajo el calor asfixiante de este julio abrasador. Nunca en mi vida me he sentido más deseado que recibiendo votos en esta canícula sanchista y eso es algo que me preocupa, pero tampoco quiero indagar ahí.

Para cuando llegaron las ocho de la tarde tenía el culo tan amoldado a las formas de la silla que me hicieron falta estiramientos previos para empezar a recontar. Antes, eso sí, tocó introducir el voto por correo, tarea embrollada y titánica que no es posible realizar durante las interminables horas muertas que regaló la jornada porque, al parecer, el escrutinio debe ser lo suficientemente tortuoso como para que quienes lo lleven a cabo no alberguen más alicientes políticos que los de llegar a casa cuanto antes para poder llorar en soledad. Por eso, precisamente, la experiencia es tan contradictoria. No deja de ser paradójico que quienes han estado recontando papeletas, en contacto directo con la voluntad ciudadana que va a determinar el inmediato rumbo del país, sean a la vez quienes menos sepan, ni quieran saber, cómo va el recuento general.

Mi experiencia fue muy instructiva. Tanto, que hasta llegué a sacar alguna conclusión. La burocracia que envuelve cada uno de estos procesos, la infinidad de documentos, sobres, papeles y listas que hay que firmar y rellenar es tan caótica que al final es imposible no vivir aquello como una preciosa locura compartida. Durante el recuento, el ansia y la prisa aflora. Los interventores de todos los partidos se hermanan con la mesas y España es por momentos un país más próspero, más inteligente, más humano y más unido. Todas las manos reman por el mismo objetivo de acabar lo más rápido posible, independientemente de colores y partidos. Hay comprensión y civismo. Hasta el punto de que surgen iniciativas para montar cenas cada 23 de julio en las que reencontrarse y recordar. Al final, todo se acaba de golpe con un enorme suspiro de celebración y las sonrisas bailan. Las primeras pistas de la marcha del escrutinio las dan las caras de los interventores, mustias y radiantes en porcentajes similares, pero ni siquiera en esas es posible comprender el alcance de la realidad. Los cerebros continúan embotados, qué se le va a hacer. Es necesario todavía llegar a casa, escuchar la radio, quedarse dormido, despertar y terminar de procesar que España sigue siendo este país de bloques guerracivilistas para preguntarse si lo que sale de las urnas, sea lo que sea exactamente, refleja en serio la verdad.

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