
A veces hablo de anécdotas de amigos inventados porque me da vergüenza reconocer que las he protagonizado yo. Tengo un amigo, de todas formas, que solía decirme que él comprendía a Andrés Iniesta. Le comprendía, por precisar, no vayamos a perder la oportunidad de llamarle fantasma, cuando jugaba en el Barsa y zigzagueaba entre defensas igual que el capitán Jack Sparrow obligando a los casacas rojas a recordar para siempre el día en el que casi le capturan. Mi amigo se refería a esa sensación de absoluta improvisación que desprendía en el campo, a esa intuición profunda, casi instintiva, con la que iba enlazando regates como si fuese el calvo de Transporter en la M-30 llegando tarde al trabajo. Si existe una definición de talento, es decir, de eso que no se aprende, que surge simplemente como por generación espontánea, bien podría ser Iniesta concentrado en que no le roben el balón.
Mi amigo se retiró de los terrenos de juego antes de debutar en ellos, abrumado por la frustración que comparten todas las viejas estrellas y que consiste en que allí donde sigue llegando su cabeza ya no llegan sus piernas. La diferencia inexplicable es que a él la cabeza tampoco le llegó nunca, sino que lo que le llegaba era otra cosa, bastante más inasible, a la que llamaremos magia. La experimentó en diferentes ocasiones a lo largo de su intermitente carrera en parques y jardines; y consistió en destellos fulgurantes que lo cegaban hasta a él. Todo era bastante incomprensible. En algún momento de alguna de las pachangas, las menos, recibía el balón y entraba en trance. Se deshacía de rivales como un Jason Bourne amnésico tirando de reflejos, improvisaba amagos y paredes que de ser deliberados habrían acabado con sus articulaciones en el hospital y al cabo de un rato, no se sabe si por aburrimiento o por pereza de los defensas, que no sabían si placarle o llevarle en volandas, depositaba la pelota dentro de la portería con una sobriedad delicadísima, un tanto temerosa, que delataba más incredulidad que orgullo. Al terminar, nunca celebraba los goles. Acallaba los grititos de sorpresa como si acabase de despertarse de un profundo sueño y pedía honestamente que alguien le explicase lo que acababa de pasar. En alguna ocasión me aclaró que el problema de alcanzar cualquier triunfo sin saber muy bien cómo es que nunca se sabe si se puede volver a repetir.
Con el tiempo fue sintiendo cada vez menos esos arrebatos homéricos. Se fue despojando de ellos como si hubieran sido deudas contraídas con alguna divinidad anterior y se quedó completamente desnudo, es decir, desprotegido ante la realidad evidente de su falta de coordinación. Colgó las botas antes de hacerse más daño, una mañana lluviosa en la que tuvo que pedir el cambio por haberse hecho un caño a sí mismo después de tropezarse con el balón. De camino al coche, cabizbajo, me dijo una cosa que parecía venir de muy lejos. "La condena de quienes sólo tenemos magia es que dependemos de que surja en el momento adecuado". Y añadió: "Es un acto suicida. Como no sabemos hacerla aparecer, sólo podemos saltar al vacío esperando que a ella le dé por frenar la caída". He pensado en esa frase cada vez que he discutido con alguien acerca de si en la vida es más importante la suerte, el talento o la determinación. A estas alturas de la película, me parece bastante evidente que ninguna vale de nada sin las otras dos.
