
Hoy en día salirse del discurso dominante de que las lenguas son una riqueza cultural y que el idioma que hablas es algo así como un molde que ahorma tu forma de pensar es casi una herejía. Del mismo modo, si por un casual no tiras ceniza sobre tu cabeza por la desaparición de un ignoto dialecto de una isla de Papúa Nueva Guinea es que eres un ser despreciable y un fascista de tomo y lomo.
Como se imaginarán, no estoy de acuerdo del todo: tengo la certeza de que hay factores genéticos, personales y sociales mucho más importantes en tu formación como individuo que la lengua en la que hables y, además, derramo las lágrimas justas cuando muere un idioma que nadie usa porque tengo la idea –fíjense que locura– de que las lenguas no son sagrados tótems que hay que adorar, sino herramientas que nos sirven para comunicarnos con otros seres humanos, así que no pasa gran cosa si se extinguen cuando dejan de cumplir esa función.
Es más, a veces se me ocurre pensar algo tan disparatado como que lo bueno sería que sólo hubiese una lengua y así poder comunicarnos con 8.000 millones de personas en todo el mundo. Sí, ya sé que es un pensamiento insensato, por eso no deja de llamarme la atención coincidir en esto con la Biblia, que explica el hecho de que haya múltiples idiomas en el mundo como un castigo divino a los hombres pretendieron ser dioses y elevar hasta los cielos la torre de Babel. Es más, del relato bíblico se podría conferir que de no existir esa barrera del lenguaje la humanidad sería capaz de afrontar retos mucho más grandes y difíciles todavía, no sé, imaginen ese mundo y decidan ustedes cuál es el límite: ¿la paz mundial? ¿La prosperidad universal?
Babel en el Congreso
Como ya se habrán imaginado esa larga introducción viene a cuenta del acuerdo del PSOE con los separatistas para que en el Congreso se hable gallego, vasco y catalán, además de español, como venía siendo hasta ahora.
La medida es un horror por muchos motivos, entre ellos el que va a esgrimir la mayor parte de la gente que la critique, aunque a mí me parece el menos grave: el coste en traductores y pinganillos que lleva asociado.
Pero mucho más lamentable me resulta la imagen de una gente que es capaz de entenderse y que desiste de hacerlo, usar herramientas de comunicación para levantar murallas en lugar de para tender puentes, si me permiten la cursilería. Y encima hacerlo en nombre del diálogo y la diversidad: miren, los que no usan la lengua que conocen para comunicarse lo que hacen, precisamente, es impedir el diálogo. Y, por si alguien lo duda, los guetos lingüísticos cerrados no son ejemplo de diversidad, sino más bien de la imposición de pequeñas unanimidades, no voy a decir que a sangre y fuego, pero casi.
Y es que de lo que se trata no es de lucir lo bonito que es el hecho de que en España haya varios idiomas, sino de transmitir, que no mostrar, la existencia de unas partes que son la negación del todo. ¿Cómo no va a partirse en mil pedazos un país que no es capaz de entenderse sin traductores?
Se trata de borrar el español como lengua común como si lo fuese sólo por la imposición franquista –algo que es totalmente falso, aclaro para que no haya dudas– y como si ese conocimiento común no fuese –eso sí– una riqueza que vale la pena defender. Se trata, también, de dejar claro que sólo las lenguas regionales pueden ser consideradas propias, de arrebatarle a más de veinte millones de españoles el cuarto idioma más hablado del mundo y el segundo más importante desde el punto de vista económico y cultural.
Por último, hay también un aspecto casi legal en esto que me llama profundamente la atención: aunque nadie lo recuerde ni lo reivindique, tal y como leo en la propia web del Congreso, "los Diputados representan a su circunscripción electoral y al conjunto del pueblo español", es decir, que se le va a negar a muchísimos españoles la posibilidad de entender a sus representantes, algo que me parece bastante más importante que reflejar en el Parlamento, como si la acabásemos de descubrir, una diversidad que todos conocemos, admitimos y respetamos desde hace mucho.
Como tantas otras cesiones de Pedro Sánchez, se nos va a presentar esto como algo inocuo, incluso positivo, una medida poco menos que cool capaz de llenar nuestro Instagram de corazones y likes. Nada más lejos de la realidad: como tantas otras peticiones de los separatistas es una idea pensada para minar la nación, debilitar la democracia y, en suma, hacernos daño a todos. Y nos lo hará.

