
Los periodistas vivimos en una contradicción constante y esencial: por un lado nos convienen las sorpresas y los sobresaltos que hacen que la prensa se lea más; por el otro es raro que las noticias sorprendentes sean buenas y vivir pegados a una realidad complicada –y ser más consciente que el ciudadano común de las malas perspectivas futuras que suele implicar el presente– es algo que nos causa, al menos algunos como yo mismo y muchos colegas con los que he hablado del tema, no poco estrés y una preocupación constante de la que es muy difícil evadirse.
Así que, aunque informativamente pueda interesarnos habitar en el susto constante, lo cierto es que uno siente bastante nostalgia de algo que conocimos hace tiempo, pero que ya casi hemos olvidado: cómo era vivir en un país normal.
Abro otro inciso: ya sé que por desgracia lo normal en el mundo, al menos desde el punto de vista numérico, son los países estrambóticos, inestables y en cuyas instituciones no se puede confiar, ya sea porque son demasiado débiles o precisamente por lo contrario, su fuerza en manos de un sátrapa o una cuadrilla de ayatolas. Pero todos tenemos en nuestra cabeza lo que es un país "normal" y a eso me refiero: uno en el que la alternancia política se da sin demasiados traumas, donde no es vital que manden unos u otros porque el margen de empeoramiento de nuestras vidas es limitado, en el que las instituciones, la democracia y la nación misma no están en juego. Es decir, lo que nosotros mismos fuimos, por poner dos fechas, desde el 24 de febrero de 1981 al 11 de marzo de 2004.
Por supuesto, les cuento todo esto a colación de la decisión de Su Majestad el Rey que ha anunciado esta tarde la nueva presidenta del Congreso, Francina Armengol. Felipe VI ha hecho lo que tenía que hacer y lo ha explicado perfectamente en un comunicado irreprochable, porque para algo nuestro Rey conoce mucho mejor su trabajo y sus obligaciones que el 99,9% de los políticos de partido.
Pero aun así, la decisión le supondrá a la Casa Real un coste notable, pues será aprovechada por los energúmenos de turno para lanzar una campaña de desgaste contra una Monarquía que ven, porque lo es, como uno de los últimos frenos a su pretensión de dinamitarlo todo.
El problema no es por supuesto la decisión en sí, que es impecable, sino que vivimos en un país en el que buena parte de la clase política pone en almoneda las instituciones ya sea por conveniencia o por convicción. El problema es, en suma, que en un país normal a nadie se le habría ocurrido –¡y menos a un presidente en funciones!– decir que una investidura de Feijóo son "contorsiones".
Y es que algunos –y no me refiero sólo a Podemos y sucedáneos– llevan años tratando de que España sea algo estrambótico y más relacionado con las democracias fallidas al otro lado del Atlántico que con nuestros socios de la Unión Europea. Por otra parte es lógico: en un país normal no les votaría ni el tato.
