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Juan Cermeño

Demomafia

Asistimos en los últimos años al lento pero constante derrumbamiento del carácter democrático de la democracia.

Asistimos en los últimos años al lento pero constante derrumbamiento del carácter democrático de la democracia.
Pedro Sánchez. | EUROPA PRESS

Hace tiempo, leí un cuento sobre un hombre que se propuso robar el Coliseo. Lo quería todo para él, y tal era su empeño, que consagró su vida a ello. Cada día, entraba con los demás turistas y volvía a casa con unas cuantas piedras del anfiteatro romano. Los años pasaban y se acumulaban junto a los pedruscos robados, pero por fortuna para Roma y el mundo, nadie notó que nada faltara. Siguieron pasando, el hombre se hizo mayor, y apenas ya podía cargar con las piedras. Y así, llegando a su vejez, murió, exhausto, sin culminar su maldad.

La democracia no apareció construida en mitad de nuestras vidas como la maravilla romana. Es el resultado de un largo camino, que se inicia con la educación en cultura y valores partiendo de las bases sentadas por las civilizaciones griega y romana y se prolonga mediante la Ilustración y el método científico, todo ello a la luz de la ética y moral judeocristianas. Esas bases comunes, ese acuerdo tácito de usos y costumbres no legislados, encauzan al hombre y convierten al pueblo en una mayoría sabia con capacidad para decidir su destino. Y fruto de lo anterior, de este hombre con conocimiento de causa, lúcido y libre, condensan nuestras leyes e instituciones, consecuencia palpable de la construcción del individuo "democrático".

Asistimos en los últimos años al lento pero constante derrumbamiento del carácter democrático de la democracia. A pesar de que el régimen se mantiene de iure –las leyes continúan impresas negro sobre blanco y el Congreso y Senado permanecen en pie–, la realidad discurre por otros derroteros. No se ha perdido la manifestación terrena de la democracia, pero sí al individuo que la hace posible. Cuando en los ciudadanos prevalece el sentimentalismo sobre la razón, la bacanal de emociones e instintos sobre el espíritu y la barbarie sobre la educación, cualquier atisbo de democracia queda reducido cenizas. Y como bien decía Julio Anguita, los políticos no son extraterrestres: surgen de la sociedad que los conforma, y no será raro que padezcan la misma enfermedad que el individuo que los elige.

Por eso, cuando los que nos gobiernan están gobernados por la burricie, la estulticia y la mala fe, las leyes se convierten en papel mojado y las instituciones en un teatrillo de marionetas. Poco importa si una amnistía cabe o no en nuestra Carta Magna porque se realizará el ejercicio de ingeniería lingüística necesario para que encaje. Da igual eliminar el delito de sedición escudándose en una mayoría parlamentaria a pesar de nunca haberlo propuesto al ciudadano, porque los votos se utilizan como un cheque en blanco. Se recurren las sentencias que no gusten las veces que sean necesarias hasta llegar al máximo órgano judicial, sabiendo que la independencia de sus jueces es la misma que la de Cataluña pese a Rufianes, Junqueras, Puigdemonts y sus sueños húmedos. Se intercambian escaños entre partidos contradiciendo el resultado electoral para conseguir favores y beneficios que nadie les otorgó en las urnas. Se dialoga y da voz a los de peor calaña en nombre de la moderación… Y a todo esto se le llama democracia, haciendo creer que ésta es el ejercicio de libertad sin límites del que ostenta –pero detenta– el poder. El Estado como padre putativo del individuo que ha perdido su condición de ciudadano.

Uno es hijo de su tiempo, pero la historia y testimonios hacen pensar que los consensos del 78 se alcanzaron a base de cultura, educación, civismo y buena fe. Quizás se cedió demasiado en pro de las minorías, o quizás no todo fueran ansias de entendimiento, pero unos por otros alcanzaron esas bases mínimas comunes a partir de las cuales seguir entendiéndose. Sin embargo, la triste realidad es que nuestra Constitución y nación dejaron un resquicio a su autodestrucción si caían en las manos equivocadas, ya fuera por unas cesiones necesarias en su momento o por una excesivamente ingenua buena fe. Y esa pólvora ha encontrado la mecha de los políticos sin escrúpulos que han abandonado la cultura, los valores, la moral, la educación, la buena fe o todas a la vez. La mecha del individuo que piensa en las amplias mayorías sociales de antaño como viles dictaduras encubiertas o experimentos de alienación de masas, cuando no eran más que la consecuencia lógica de una alimentación educativa y espiritual que encauzaba a los hombres hacia un futuro común, y que ahora brilla por su ausencia, creando súbditos incapaces de tomar las riendas de su destino.

Ahora, cuando repaso la crónica política, siempre recuerdo el cuento de aquel hombre. La primera vez que vi la palabra demomafia fue en una callejuela olvidada de La Coruña. Poco después, me topé con ella en la Villa y Corte: la pueden encontrar ustedes recorriendo la M-30 en dirección norte, en el puente previo al de Ventas. Quizá se trate de un grafitero errante vagando por la geografía nacional, o de dos personas llegando la misma conclusión, como dicen que ocurrió con Graham Bell y Marconi al inventar el teléfono. En todo caso, es la mejor definición del régimen actual. Aquel anciano no pudo robar el Coliseo; era sólo un hombre y la mole romana se antojaba infinita. Nuestra democracia, aunque lo parezca, no está formada por unos códigos escritos y edificios. Es invisible, y a diferencia del Coliseo, existe una legión dispuesta a destruirla. Cada día roban más piedras del edificio, y me temo que están llegando a los cimientos.

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