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Juan Gutiérrez Alonso

La detonación

Esta es una España desbocada por el poder y embriagada de ideología. Prisionera de una nueva clase política, académica y artística titulada pero analfabeta.

Esta es una España desbocada por el poder y embriagada de ideología. Prisionera de una nueva clase política, académica y artística titulada pero analfabeta.
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, a su salida de la capilla ardiente de María Teresa Campos. | EFE

En 1977 se estrenó en Madrid esta obra teatral de Buero Vallejo que, en síntesis, aborda algunos de los pasajes más importantes de la vida de Mariano José de Larra, destacado periodista, político y escritor del Romanticismo literario español cuya biografía explica la larga y tragicómica decadencia española.

En efecto, en La detonación, en ese recorrido de los últimos momentos vitales de Larra antes de apretar el gatillo, aparecen asuntos clave de ayer y hoy. Los problemas con la libertad de expresión, las dificultades para transmitir una idea sobre España o la amargura que le producía la corrupción desmedida. Acabó suicidándose, aunque Mauro Armiño demuestra que el suicidio no fue "impulso de un momento sino resultado del deterioro que experimenta el ideal refrenado y chasqueado. El largo desgaste de una vitalidad pujante hacia la tumba". El propio Buero Vallejo llegó a decir que "a Larra lo suicidó España".

Otro genial dramaturgo como José Martín Recuerda encuadró La detonación en el marco del drama histórico de nuestra nación. En ella alcanzaba a ver la violencia y el fanatismo que empezó a proliferar en España en los albores de la primera guerra carlista y el esfuerzo fracasado de los liberales de entonces por realizar el sueño democrático. Vistos los acontecimientos, se puede sostener que ese sueño ha sido una especie de entreacto que va desde 1978 hasta nuestros días, pues la concentración de poder y el control de la opinión y comportamientos ciudadanos de hoy no se recuerda ni en el tardofranquismo. Lástima que no tengamos ya literatos, ni artistas, menos aún intelectuales, que sepan abordar el fenómeno como merece.

Sueño democrático por tanto truncado, o digamos pendiente de realizarse. Pero todo apunta a que debe abrirse paso entre la tragedia, lo cual lo hace, tal vez, irrealizable. Este sería el continuo drama histórico que padecemos. Un proceso que no se comprende sin atender a nuestra literatura e historia. De ahí el interés de las autoridades en ignorar ambas y su creciente entusiasmo por el revisionismo y la cancelación, pues el conocimiento de ambas son instrumentos inmejorables para hacer comprender a la ciudadanía la relación entre las tiranías del pasado con las del presente, haciéndoles advertir el peligro que corren.

No estaría de más que estos días de inicio de curso político, educativo, universitario y judicial, en vez de prestar tanta atención al BOE o a los telediarios, recordemos nuestra historia y también nuestra literatura. Porque los borrascosos acontecimientos políticos que se suceden entre 1826 y 1837 son en cierto modo parecidos a los que nos acucian actualmente. De hecho, cuando escribo estas líneas me informan de que en Cataluña parece haber surgido hasta un nuevo Mendizábal. Quieren poner en el mercado las "tierras improductivas". Ya sabemos qué esconde y cómo acaban estas cosas.

Una España desbocada por el poder y embriagada de ideología. Prisionera de una nueva clase política, académica, artística y de salón, titulada pero analfabeta. Unos legisladores que poco o nada saben del funcionamiento de un Estado de derecho, ni les importa, porque lo de ellos es la fuerza bruta. Y en definitiva, una burguesía reinante que sólo puede ya enmascarar su ignorancia agitando ensoñaciones y promoviendo distopías que acaban dañando antes o después al corriente ciudadano. Ese que ahora, ya en democracia, necesitan lobotomizado, inerte o activista, capaz de resignarse y hasta de asumir el engaño y la autolesión.

Hay una tercera España que identificamos en nuestros dramaturgos y que conviene recordar. Es la del teatro total y la astracanada. Esa España del desconcierto, la que asume un drama en formato carnavalesco. Sí, esa España de la careta de carnaval en la que se fusionan luchas intestinas y desorbitadas por el poder que nos guía hacia una u otra forma de opresión. Esa senda en la que puede suceder incluso lo más inesperado, extrañas conjuras, la traición y el crimen. Incluso el de leso gabinete ministerial o parlamentario. Y hacerse todo, absolutamente todo, en nombre de la democracia. Por eso, de seguir así, cada vez serán más quienes piensen que el detonante es la democracia misma.

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