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Juan Cermeño

Sencillez, lujo y fentanilo

La sencillez de nuestros tiempos se ha erigido en lujo, y como todos ellos, crea adicción. Nos convertiremos en esclavos de lo simple.

La sencillez de nuestros tiempos se ha erigido en lujo, y como todos ellos, crea adicción. Nos convertiremos en esclavos de lo simple.
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Hace unos días deambulaba por Instagram, en uno de esos tiempos muertos vitales a los que sucumbimos cuando la pantalla táctil nos susurra al oído. Reconozco que consumo: ese manicomio de la estética es un devorador de conciencias; a falta de ser testigo de los estragos del fentanilo, no conozco droga igual.

En una nueva vuelta de tuerca al espejismo virtual, me he topado últimamente con varias publicaciones reivindicando lo sencillo. Vídeos y fotos con su moraleja al pie, frases cortas de palabras rimbombantes con doble filo. Pequeños sintagmas que pervierten el lenguaje, porque detrás de esas cuatro palabras puede esconderse el más sabio del convento o el borrego anestesiado. Me llamó la atención la foto de un anochecer desde un ático: al fondo, el cielo azul anaranjado; en primer plano, una larga mesa surtida de comida y bebida. En la esquina inferior, el lema: "Es sencillo. Tan sencillo". Cala hondo el mensaje porque pesa la culpa de no saber apreciarlo. Nadie lo dirá en voz alta. Es uno de los gritos frustrados de nuestro tiempo.

No caí en la cuenta del veneno que me entraba por los ojos hasta que resistí a la inercia del dedo saltando de una imagen a otra y empecé a fijarme en los detalles. Y es que el ático tenía como vecinos a los edificios del centro de la ciudad y la mesa estaba vestida con mantelería fina y servilletas bordadas de tela, cebada con buenos ibéricos y vinos de los que sólo he oído su sabor – no eran los tetrabrik del botellón–. Repetí el experimento: puestas de sol desde islas paradisíacas, hoteles y balnearios cinco estrellas o calas rocas abajo del chalé; comida emplatada en vajilla de primeras calidades, reuniones de amigos a bordo del catamarán fondeado en turquesas aguas transparentes. Siempre acompañados de una breve apología de la sencillez.

La sencillez ha sido colonizada por la ostentación. Se ha vestido de largo y su estética de puertas afuera parece simple, pero resulta cuidadosamente elegida, como el adolescente que se encierra en el baño a atusarse el tupé durante horas para que luzca como un feliz accidente. Dirán que esas publicaciones se centran en expresar un estado de ánimo y un enfoque personal, sin importar el marco exterior. Seré breve: pueden largarse al Congreso a jugar al cuentacuentos. La sencillez se alcanza a través de la simpleza, cuando la inteligencia tamiza escenas sin fuste para hacerlas ganar peso y hondura en el corazón. Cuando el abismo entre la apariencia y la esencia rebosa de significado.

Presuman del lujo todo lo que quieran; incluso de su sucedáneo moderno, ese lujo impostado, esa ingente cantidad de productos y servicios a precio de saldo que ofrecen apariencia sin calidad ni sustancia. Pero no me lo vendan como sencillez con humildad guardiolesca. El espíritu no se eleva viviendo entre algodones. Si me preguntan sencillez, responderé la pareja bien avenida en cincuenta metros cuadrados que cocina su plato favorito para cenar y lo acompaña con un vino de mesa, o la cuadrilla tomando unos tercios con unas bravas en esas sucias e incómodas sillas metálicas del bar de Paco.

La sencillez de nuestros tiempos se ha erigido en lujo, y como todos ellos, crea adicción. Si nuestra generación frustrada y famélica de apariencia, ejército sometido al yugo del artificio y la ostentación, sigue alimentando el espejismo, nos convertiremos en esclavos de lo simple. Y por ahí entra cualquier mal. Yo, por el momento, me desinstalo Instagram del móvil y me bajo al bar.

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