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Javier Gómez de Liaño

Leguleyos, rábulas y zurupetos

Las leyes y la jurisprudencia han quedado para cuatro chiflados y lo que importa es la opinión del ignorante con sus alardes de jurispericia parda.

Las leyes y la jurisprudencia han quedado para cuatro chiflados y lo que importa es la opinión del ignorante con sus alardes de jurispericia parda.
Xavier Vidal-Folch | Archivo

Dice Federico Jiménez Losantos que desde hace algún tiempo y no sabe muy bien por qué, la figura del rábula se ha puesto de moda y que sus apariciones son muy frecuentes. A mí, pensándolo bien, se me ocurre que la clave pudiera estar en la suplantación del derecho por la fraseología sugestiva del derecho. Las leyes, las revistas jurídicas y la jurisprudencia han quedado para cuatro chiflados y lo que importa es la opinión del ignorante con sus alardes de jurispericia parda. Es verdad que no se trata de un problema doméstico, pues, a tenor del proverbio cervantino, en todas las casas cuecen habas, pero sucede que en algunas son más duras de roer y más difíciles de digerir, circunstancia que produce flato en el personal. En defensa de los juristas de verdad, me permito denunciar la presencia de estos personajes que, a mi entender, pueden incurrir en la ilícita conducta de competencia desleal o, si se prefiere, de intrusismo en la profesión.

El Diccionario de la Real Academia Española –Vigesimotercera edición– ofrece como única acepción de la voz rábula la de "abogado indocto, charlatán y vocinglero", o sea, algo parecido a leguleyo que es figura que el Diccionario del Español Jurídico define como "abogado o jurista con poca formación o falta de buen criterio". No obstante el acierto de ambas definiciones, creo que faltan, cuando menos, otras dos que pudieran enunciarse así: a) hombres confusos y pretenciosos que, en su soberbia, se creen fabricados a imagen de Marco Tulio Cicerón; b) mezcla rara de sabidurías, adivinaciones e intuiciones, por un lado, y de ideas preconcebidas y cerrazón mental, por el otro.

Antes, cuando las cosas eran normales, los rábulas y los leguleyos no pasaban de vulgares comisionistas o descarados conseguidores. Hoy, sin embargo, están en todas partes, incluidas las tribunas de opinión y las tertulias de radio y televisión, donde muestran sus petulantes perfiles. Los dos especímenes y quizá éste sea un síntoma para acertar en el diagnóstico, suelen ser consumados grafómanos y atronadores voceras que acostumbran a expresarse con frases punto menos que ininteligibles como "las entrañas de la norma de normas", "al socaire de la ley de leyes" o "el rayo deslumbrante y alma indeleble del código suprajurídico". Después se quedan tan frescos y miran al tendido como si tal cosa.

Cuentan las crónicas judiciales que la última lección magistral de un rábula de reconocido prestigio –el título otorgado no es mío, sino de un colega suyo– ha sido la impartida por don Xavier Vidal-Folch Balanzó, quien, además de periodista, al parecer, también es licenciado en Derecho y en Historia Contemporánea. La ofreció en el diario El País –edición del pasado día 5– a propósito de la posibilidad de aprobar una amnistía, de la que se declara ferviente partidario, a favor de quienes perpetraron el golpe institucional de octubre de 2017 en Cataluña y que basa en 22 sentencias del Tribunal Constitucional, conforme a las cuales, según dice el autor de la pieza informativa, el máximo intérprete de la Constitución "encajaría y blindaría el perdón" a los juzgados y condenados por aquellos hechos e incluso a los pendientes de juzgar por los mismos, pues, entre otros argumentos, sostiene que "la Constitución no restringe la amnistía", que "no hay prohibición para concederla" y que "existen varios tipos de amnistía".

Lo mismo que otros juristas y pongo como ejemplo al magistrado Eligio Hernández –por cierto, un fiscal General del Estado que respetó la autonomía del Ministerio Fiscal y defendió a los fiscales que eran atacados en su independencia–, he leído las 22 sentencias que el señor Vidal-Foch cita –desde la 28/1982, de 26 de mayo (BOE número 137, de 9 de junio de 1982) hasta la 81/2022, de 27 de junio, (BOE número 181, de 29 de julio)—, y, créame el lector, que ninguna de ellas permite llegar a la conclusión que él sustenta. Sólo desde una interpretación desviada o torcida de esas resoluciones del Tribunal Constitucional –error que atribuyo a una patente ignorancia deliberada– puede sostenerse que las sentencias invocadas constituyan precedentes de una amnistía en el ámbito penal. Insisto. Ninguna. Ni siquiera manipulando, como algunos seudojuristas o juristas de complacencia postulan, la Disposición Derogatoria de la Constitución. Ni la primera de esas sentencias, referida a un recurso de amparo de la viuda de un suboficial las Fuerzas Armadas que perteneció a las Milicias Republicanas y al que se le aplicó la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, ni la última que se ocupa, en el marco de un proceso de extradición pasiva, de la aplicación a un ciudadano turco, de los efectos de una amnistía concedida en Turquía, pasando, verbigracia, por la 63/1983, de 20 de julio, que se refiere al recurso de amparo interpuesto por la Asociación de Aviadores de la República que pretendía que la Ley de Amnistía de 1977 se aplicase a quienes se hubieran incorporado al Ejercitó republicano después del 18 de julio de 1936, o la 76/1986, que se ocupa de un recurso de inconstitucionalidad contra las leyes del País Vasco 11/1983, de 22 de junio, sobre derechos profesionales y pasivos del personal que prestó sus servicios a la Administración Autónoma de esa Comunidad. Nada. En palabras de insignes magistrados eméritos del Tribunal Constitucional, entre los que figuran algunos ponentes de las sentencias esgrimidas, la doctrina que en su día se sentó en aquellas resoluciones no implica el aval de un ajuste legal de cara a una nueva amnistía, ni aquellos pronunciamientos hechos sobre los efectos de la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977 respaldan una amnistía post-constitucional tal y como se pretende.

Visto el supuesto del que he tratado de dar cumplida cuenta y sin merma de la consideración que cada uno de ellos merezca, estos rábulas tan de actualidad, aunque sólo fuera por precaución, ya que no por respeto, deberían medir y sopesar cuanto dicen, y, en los casos de duda, antes de ponerse delante del teclado del ordenador, sería bueno que contasen hasta diez. Como sus primos hermanos los leguleyos, por muy solemnes que se pongan en sus artículos y comentarios, los rábulas no son más que polichinelas del Derecho y deberían estar prohibidos por decreto, aunque quizá tampoco haya que prestarles demasiada atención a lo que dicen, ya que, al menor descuido se quedan con el trasero al aire y en postura bochornosa.

Y una cosa más. Todos los rábulas, sean políticos o no, sean periodistas o no, sean de derechas o de izquierdas, sean jueces o no, incluidos los "martinpillines" de turno, coinciden en una cosa: en llevar el agua a su molino cuando la ocasión se presenta. Hay entre ellos una especie de mutua atracción o comunidad de intereses. En su opinión, lo justo se supedita a la necesidad y a la conveniencia. Para mayor oprobio, la osadía del rábula se muestra de la mano del analfabetismo jurídico y quien ejerce de tal apenas traspasa el nivel de los juicios de valor sin más sentido que el de la intuición primitiva o el interés irresponsable. Parafraseando a Fréderich Gros, hay un sentimiento que tendría que remorder más que la culpa. Se llama vergüenza.

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