Desde ayer, la magistrada doña Isabel Perelló Domenech es la mujer que durante cinco años presidirá el CGPJ y, lo que es más relevante, el Tribunal Supremo. Según fuentes de toda solvencia, su nombramiento llega como bálsamo en ojo de boticario, o sea, que el ungüento será de lo mejor de la botica, pues era mucha la gente del mundo de la justicia que estaba preocupada por la situación del órgano de gobierno del Poder Judicial. En octubre de 2022 don Carlos Lesmes renunció al cargo y abandonó el CGPJ, que durante los últimos tiempos, más que un lecho de rosas ha sido un avispero.
Total, que aquí estoy metido en un mar de dudas para ver cómo acertar. Si dando a la señora presidenta la enhorabuena o uniéndome al sentimiento de pena. Reciba lo que le parezca más adecuado al trance. En todo caso, suerte y acierto le deseo en la tarea de llevar en sus manos los más enredados hilos de la madeja del gobierno del Poder Judicial que algunos de sus miembros –allá cada cual con sus responsabilidades, institucionales y hasta morales– han enredado.
Salvo por el escalafón, lo único que sé de la señora presidenta del CGPJ y del TS es lo que, en las últimas horas, con motivo de su nombramiento, se ha publicado. También por lo que han comentado algunos de sus compañeros del Tribunal Supremo. De todo, lo que más me reconforta es leer y escuchar que la señora Perelló es considerada como una buena magistrada en el sentido de reunir algunas de las cualidades a las que Juan Luis Vives se refiere en El templo de las leyes, es decir, personaje grave, severa, templada y prudente. Naturalmente, no se trata de atribuir a doña Isabel la perfección, ni la santidad, pues creo que una santa no es la mejor de las juezas para enjuiciar las conductas humanas.
Hecha esta salvedad, de su discurso pronunciado en el acto de apertura del año judicial, presidido por S.M. El Rey Felipe VI, en cuyo nombre –artículo 117.1 CE– la justicia se administra, hay determinadas reflexiones que merecen ser destacadas con trazo grueso. Veamos.
Tiene razón la señora Perelló cuándo expresa su preocupación ante una administración de Justicia que no funciona como es debido. Hace tiempo, quizá demasiado tiempo, que la fe de los ciudadanos en la justicia es escasa. Un escrutinio de las últimas encuestas y el resultado es demoledor. Ya dentro, hay clínicos judiciales que diagnostican que nuestra justicia padece de algunas dolencias, como si se tratase de un simple resfriado o de una jaqueca. La verdad y la señora presidenta lo sabe y lo ha insinuado en su intervención, es que la justicia está algo más que acatarrada. La justicia no marcha y se nos marcha me decía la semana pasada un venerable magistrado recién jubilado. Y no marcha porque el corsé chirría en sus goznes. Mientras nos dediquemos a enmascarar la realidad, empleando remedios para capear el temporal, no levantaremos cabeza.
Pensemos, por un momento, en la lentitud de la justicia, en sus ritmos tediosos y desesperantes. A la memoria me vienen las palabras del clásico. Nada menos que de Montesquieu: "los litigios deben resolverse en plazos razonables, ya que de otro modo lo que es un pleito se convierte en un drama personal o tragedia familiar". Siempre he pensado que el problema no tiene remedio porque no se quiere remediar. Ojalá que me equivoque y que durante el mandato del nuevo CGPJ, por fin el plan de modernización de la Justicia, tantas veces puesto en marcha, dé sus frutos. Cualquier injusticia será menor si la justicia funciona en su punto y hora. La justicia, que es vieja como el mundo y nació como el primer rayo de luz que iluminó al hombre –recuérdese que antes que nada fue el sentimiento de lo justo y de lo injusto–, es algo demasiado delicado para que puedan aplicársele parches y cataplasmas y, todavía menos, prótesis confeccionadas por leguleyos de tres al cuarto.
En su nueva función, la señora presidenta tiene que ser la voz de la justicia. La voz seria de la justicia y de toda la justicia. Lo ha sido en el acto de apertura del nuevo curso judicial al declarar que está dispuesta a afrontar el desafío de exigir respeto a la independencia judicial. La judicatura lleva tiempo soportando embestidas provenientes de varios frentes. Desde los insultos proferidos en el Parlamento por determinadas lenguas viperinas, hasta las graves amenazas dirigidas a jueces con nombres y apellidos, pasando por la acusación de lo que, con maldad y supina ignorancia, llaman lawfare. Son gestos y comportamientos que constituyen prueba evidente de una estratagema totalitaria que persigue dar el tiro de gracia a la independencia judicial. Es decir, un escenario asfixiante que tiene tintes de escalada y que exige echar mano de los medios jurídicos existentes. La señora Perelló es sabedora de que la indolencia no cabe. La desgana, tampoco. Por tanto, pídanse responsabilidades a quienes mancillen el honor y la dignidad de los jueces. Ante cualquier ultraje a la judicatura, es necesario que el CGPJ haga una declaración tajante y sin fisuras en defensa de la independencia judicial, destinada a esos individuos que sólo entienden la justicia en clave ideológica y que trafican con ella alterando su pureza. Negar legitimidad al Tribunal Supremo sin esquivar el agravio, como algunos irresponsables hicieron a propósito de la sentencia del juicio del procés y que recientemente aprobaron la planificada huida de Puigdemont porque, según sostienen, la culpa la tuvo el Alto Tribunal al negarle la aplicación de la ley de amnistía, es propio de políticos que detestan la seriedad de un tribunal de justicia y prefieren los barracones de feria donde exhibir sus taras e intrigas.
Otro de los puntos que, a mi juicio, merece ser destacado de la alocución de la señora presidenta es su compromiso de cuidar el sistema de nombramientos discrecionales pendientes de hacer en el Tribunal Supremo y en otros órganos de la cúpula judicial, para los que será preciso una mayoría cualificada de tres quintos, lo cual permite abrigar la esperanza de que acabará la discrecionalidad que, desde su constitución y salvo notorios aciertos, ha dado lugar a que trepase bastante mediocre, mientras espléndidos magistrados eran abandonados en el ruedo de la política. Así ha sucedido en buen número de casos en los que el tufo partidista ha penetrado en los tribunales e impregnado algunas togas de un olor insoportable. En palabras de Eugenio Montero Ríos, ministro de Gracia y Justicia con Juan Prim, se trata de evitar que progrese ese tipo de juez que, por los tortuosos caminos de la influencia política, busca satisfacer sus aspiraciones y esgrime su flexibilidad en el cumplimiento del deber.
Reconozco que cuantas veces hablo y escribo de la carrera judicial, al igual que la señora presidenta ha hecho en su discurso de inauguración del nuevo curso judicial, siempre sostengo que los jueces españoles son de las mejores cartas de nuestra baraja nacional. Tan es así que, desde algún rincón acre y montaraz, se me tacha de corporativista. No es verdad que yo sea un defensor ciego de la judicatura, afligido por un mal llamado espíritu de cuerpo. A mí lo que me ocurre es que estoy convencido de que, de todos los oficios, uno de los más difíciles es el de juez, aunque también pienso que, de esa categoría de profesiones peliagudas, la más hermosa puede que sea la de juez, la del sabio y equilibrado juez.
En fin. Según el Registro Civil, doña Isabel Perelló tiene 66 años, circunstancia que me recuerda aquello que Picasso decía de que cuando se es joven, se es para toda la vida. Mi deseo es que la nueva presidenta del TS y del CGPJ acierte en la misión que tiene por delante y que, una vez concluido su mandato, se hable de ella como de alguien que habitó en ese caserón de la dorada Justicia, en la Plaza de la Villa de París, ejerciendo una función que sólo se entiende caminando por el sendero sin fin de la conciencia limpia.