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Los suecos no quieren más enriquecimiento cultural

Ellos ya han tenido suficiente multiculturalismo y ahora prefieren que no los corran a machetazos por la calle cuando salen a pasear.

Ellos ya han tenido suficiente multiculturalismo y ahora prefieren que no los corran a machetazos por la calle cuando salen a pasear.
Policías acordonando la escena de un tiroteo, en Suecia. | EFE

Hace bastantes años anduve de vacaciones por Estocolmo, disfrutando del contraste de temperaturas con el sur de España durante el verano y enriqueciéndome culturalmente en una de las capitales europeas que presumía de haber integrado como principios fundamentales de convivencia las cuatro virtudes cardinales del progresismo: diálogo, talante, mestizaje y tolerancia. Por aquel entonces ya pude ver que los suecos se habían tomado muy en serio la tarea de convertir las calles de una gran ciudad en un crisol de culturas alógenas, cuyas expresiones artísticas, por grotescas que fueran, observaban detenidamente haciendo gala de un respeto reverencial.

Un tipo de color (negro, claro), que soplara una flauta adquirida en una tienda oriental de baratijas sentado en el suelo, congregaba inmediatamente a su alrededor a decenas de suecos de todas las edades, que movían los pies y el cuerpo al ritmo de las pitorradas del músico improvisado. Al terminar su concierto, el tipo miraba con desprecio a la multitud, recogía el dinero por su actuación y, sin decir nada, se iba a otra zona del centro a dar alguno de los recitales que tenía comprometidos ese día.

¿Por qué fingían ese arrobo los suecos como si estuvieran ante una expresión cultural muy meritoria cuando todos sabían perfectamente que estaban siendo timados por un pillastre? Pues por esa mezcla de estupidez y mala conciencia absurda que las sociedades europeas más progresistas han inculcado a varias generaciones de ciudadanos, a los que han convencido de que tienen que avergonzarse de su historia y su cultura y abrazar a las que vienen de fuera, en una especie de compensación moral por unos pecados anteriores que, en realidad, nunca fueron cometidos.

Jens Lapidus, un abogado penalista convertido en novelista de éxito, vio muy bien lo que se avecinaba y lo dejó explicado en su Trilogía negra de Estocolmo, que comenzó a publicar en 2006. En esas novelas (muy recomendables; especialmente la primera: Dinero fácil), Lapidus explica cómo la sociedad sueca ha entregado a las bandas violentas llegadas de fuera amplias zonas de las ciudades y cierra los ojos, convencida de que es un precio que todos los europeos debemos pagar. En el fondo, los suecos confiaban en que los miles de delincuentes llegados de los Balcanes, el Este de Europa y el norte de África se repartirían pacíficamente las zonas más deprimidas de las ciudades y no molestarían a la hegemónica clase media escandinava, que seguiría celebrando el mestizaje cultural imperante en las calles de Estocolmo desde la tranquilidad que les proporciona vivir en una zona residencial.

Eso fue así durante un tiempo pero, como vaticinó Lapidus en sus novelas, ya todo se ha desbordado. Ni siquiera la Policía es capaz de reprimir los delitos de unos criminales, ya con pasaporte sueco, que actúan con una violencia desconocida en la tradicionalmente apacible sociedad nórdica. Han sacado el Ejército a patrullar las calles, pero no está claro que eso vaya a ser suficiente para ganar una guerra, cuya amenaza todos negaban hasta ayer mismo porque eso era cosa de fascistas.

Los suecos han decidido que ya no quieren seguir enriqueciéndose culturalmente. Cuestión de gustos, claro; llámenles manías, pero ellos ya han tenido suficiente multiculturalismo y ahora prefieren que no los corran a machetazos por la calle cuando salen a pasear.

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