
El principal peligro de Sánchez para terminar definitivamente con el pobretón y raquítico Estado de Derecho de España, donde todos los servicios de las Administraciones central, autonómica y local sufren colapsos propios de sociedades tercermundistas, es el propio Sánchez. Sí, sí, el autócrata, el dictador, en fin, cualquier aprendiz de tirano, tanto en el pasado como en el presente, no tienen otros peligros mayores que ellos mismos. El caso de España es de libro. Los argumentos del famoso diálogo Hierón, de Jenofonte, a favor de la tiranía serían hoy unos pálidos reflejos sobre las ventajas que ha descrito Sánchez, en el Comité Federal del PSOE, de un gobierno presidido por él con los apoyos de los terroristas y secesionistas. Ahí, en el interior de esa extraña asamblea, Sánchez ha demostrado con creces que ya es un tirano: no ha asistido a esa reunión para pedir orientaciones y consejos, nunca los pide, sino para confirmar sus letales decisiones para la nación española; unas decisiones, tampoco nadie se engañe en esto, muy lejanas a cualquier astucia negociadora, y soportadas en su propia inmoralidad, o sea, nunca reconocer que el PP ganó las elecciones y reiterar falazmente que los españoles quieren un gobierno de socialistas-comunistas con la colaboración de terroristas y golpistas.
Digámoslo con sencillez: el autócrata Sánchez tiene enfrente pocas cosas que le hagan desistir de su objetivo clave: seguir en el poder indefinidamente. El autócrata, alguien incapaz de limitarse en el ejercicio de su poder, rara vez tomará en cuenta las advertencias que surjan del entorno sobre los peligros de la desaparición de la democracia. Al revés, esas críticas reforzarán su tiranía. Son una confirmación de su principal objetivo: acabar con la poca democracia que hay en un país, especialmente acobardado y estulto, con unas instituciones tan débiles que parecen de cartón-piedra. Le bastan unos millones de votos, casi todos ellos comprados directa o indirectamente, en unas elecciones llenas de trampas y de escasa legitimidad, y el apoyo de tres delincuentes condenados por la Justicia como Junqueras, Otegui y Puigdemont (los dos primeros estuvieron en la cárcel y el tercero se fugó cobardemente de España en el maletero de un coche) para mantenerse en el poder.
No crean que exagero. Me quedo corto. Tienen relevancia las manifestaciones contra Sánchez, y ya van varias e importantes, incluida la de ayer en Colón, pero él las despacha como todos los tiranos: con silencio y desprecio. La opinión pública-política está absolutamente controlada por él y la sociedad civil es muy débil, o peor, trufada de miles de organizaciones no gubernamentales al servicio de los socialistas, comunistas y separatistas. Y ¿qué decir de instituciones propiamente políticas como el Congreso de los Diputados? Poco y malo. Bastaría ver su funcionamiento, o mejor dicho, el cierre al que ha sometido Sánchez esta institución para mostrar que España es en términos democráticos un país frágil y casi roto… Estamos, todos, merced a sus decisiones tiránicas. Cualquier gobernante digno, cualquier político con sentido de Nación, tendrían en cuenta todas las circunstancias históricas y morales que concurren para conformar un gobierno, pero no es el caso de Sánchez; por eso, precisamente, digo que Sánchez no teme a nada ni a nadie. Él no escuchará advertencia alguna de carácter democrático, aunque sea tan seria como la que hicieron ayer los manifestantes de la Plaza Colón, quienes no se cansaron de justificar que la democracia no es de Sánchez sino de los españoles, que la amnistía no es perdonar a los delincuentes sino afirmar que el régimen democrático que los condenó era ilegal, en fin, en Colón se volvió a mostrar que Sánchez no es interlocutor de la Nación sino que sólo es, en el mejor de los casos, del Estado que ha puesto a su servicio. Sánchez no es sólo alguien ilegal e ilegítimo, que aniquila la fuerza del poder judicial, el legislativo, la actuación de la policía y los discursos del Rey, sino que tampoco es un interlocutor para negociar con los terroristas y separatistas el fin de la democracia.
Y, sin embargo, tengo que reconocer, sobre todo a la vista de la ineficaz actuación de la Oposición, que el mayor peligro de Sánchez es él mismo. Sánchez no sólo se siente fuerte sino que desprecia cualquier posible salida que no sea la suya, a saber, acabar con los fundamentos clave de la democracia española para poner el Estado entero a su disposición. Pero en esa fortaleza, como recordaron ayer los manifestantes de Colón, está su peligro. La extremada vanidad de Sánchez y la facundia ridícula de su propaganda podrían dar al traste más pronto que tarde con su mendaz y ridículo montaje
