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El mayor riesgo de Sánchez

La credibilidad de las instituciones se ha ido vaciando hasta llegar a unos mínimos alarmantes. La legitimidad del sistema está seriamente amenazada.

La credibilidad de las instituciones se ha ido vaciando hasta llegar a unos mínimos alarmantes. La legitimidad del sistema está seriamente amenazada.
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. | EFE

Este martes, poco antes de que en Madrid comenzara a reunirse una nueva manifestación en los alrededores de Ferraz para protestar contra la Ley de Amnistía con la que el presidente en funciones pretende comprar su investidura, el primer ministro de Portugal dimitía al haberse hecho público que la Fiscalía de su país le estaba investigando por un presunto caso de corrupción. El contraste es más que llamativo. António Costa no ha reconocido culpa alguna. De hecho, se ha declarado inocente. Sin embargo, considera inadmisible que el líder de un país pueda mantenerse en el cargo con la sombra de la duda sobre él.

Costa actúa como quien sabe que su poder se debe al sistema democrático. Y que la legitimidad del sistema democrático descansa en la credibilidad de sus instituciones. Costa no parece ignorar que una democracia se fundamenta en la separación de poderes. Y que eso significa que el Ejecutivo debe ser controlado por el Judicial. Así que Costa no ha cargado contra los fiscales. No ha hablado de lawfare ni se ha apoyado en quienes puedan deslizar que los jueces quieren dar un golpe antidemocrático "judicializando la política". Lo que ha hecho es dimitir, aun defendiendo su inocencia. Y gracias a ese gesto ahora mismo los portugueses pueden seguir creyendo que viven en un país en el que los desmanes de los poderosos no quedan impunes.

El caso español lleva demasiado tiempo siguiendo otros derroteros. Desde mediados de los ochenta, la ciudadanía ha visto cómo el poder político modificaba la legislación para meter mano en la elección del gobierno de los jueces, lo que ha llevado a que termine hablando de sus miembros como meros integrantes de dos ideologías contrapuestas, vendidos a los partidos que los colocaron allí. Ha presenciado a un presidente nombrar Fiscal General del Estado a su ministra de Justicia y maniobrar durante meses para introducir en el Tribunal Constitucional a varios magistrados directamente relacionados con su partido, entre ellos, a otro exministro de Justicia de su Ejecutivo. A día de hoy, está acostumbrada a que, gobierne quien gobierne, lo haga tratando de saltarse los controles de la Cámara. Además de sospechar de la intoxicación política en el seno del Poder Judicial, también se ha hartado de escuchar a representantes de partidos de Gobierno señalar sin miramientos a la prensa y a los jueces que consideran molestos. Desde hace décadas, ha asistido atónita a una retahíla de escándalos y corruptelas que salpicaban sistemáticamente a miembros de los dos partidos que se han repartido el poder tradicionalmente en el país. La sensación general es que siempre, o casi siempre, han conseguido irse de rositas.

La credibilidad de las instituciones democráticas españolas se ha ido vaciando paulatinamente hasta llegar a unos mínimos alarmantes. La legitimidad de todo el sistema, por tanto, está seriamente amenazada. En medio de ese panorama, un candidato a la presidencia del país se dispone a amnistiar a condenados por sedición por la única razón de que necesita sus votos para ser investido. Un amplísimo porcentaje de la ciudadanía se ha tomado el gesto como lo que es: un último golpe abusivo a la ley sobre la que se supone que descansan sus derechos y libertades, quizá el definitivo; una prevaricación impune; además de una deslegitimación de facto de un sistema que ahora se retracta de haber juzgado de delitos gravísimos a delincuentes que siguen sin reconocer la criminalidad de sus acciones. Sabe que pocos contrapesos quedan libres de pecado a la hora de salvaguardarla de la arbitrariedad caprichosa de sus gobernantes. Que Pedro Sánchez quiera equipararla a una minoría de violentos que no representan el verdadero hartazgo de la gente tal vez le sirva para elaborar un relato que no se crea nadie, pero con el que pueda llegar hasta el final de su escapada. Lo que ni siquiera él puede prever es qué pasará si llega a ocurrir que absolutamente nadie crea ya que su poder está legitimado.

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