Se mire como se mire, lo que acaba de hacer el Euskadi Buru Batzar ese carece de sentido lógico alguno. Tenían lehendakari a uno que había sido maestro en la ikastola de su pueblo pero que, oye, parecía recién salido de una cumbre internacional en Davos cada vez que se estiraba las mangas de la chaqueta ante las cámaras. Qué bien vestía el traje, Urkullu. Quizá por eso ganaba siempre. Bueno, pues a menos de cinco minutos de las elecciones, van y lo cambian por el tal Imanol, que luce igual de pulcro, planchado y repeinado, solo que lo conocerán en su casa a la hora de las comidas. Permutar, y de un día para otro, al maestro por el alumno, cuando el PNV se juega tantas nóminas en la apuesta, no resulta nada fácil de entender.
Salvo, claro, que el maestro haya decidido renunciar, siempre en la intimidad, porque ve muy claro que esta vez gana Bildu. A mí, esa hipótesis de trabajo ya me cuadra mucho más. El PNV ha sido desde siempre un artefacto político atípico. Por ejemplo, es el único partido de Occidente que posee un sindicato y una patronal. Una extravagancia congénita, la del PNV, que se vio acentuada por la existencia de ETA. Y es que las pistolas desenfundadas de ETA impidieron durante décadas que la izquierda indigenista pudiera disputar la hegemonía en las instituciones al otro partido étnico.
Algo que garantizaba al PNV usufructuar de forma indefinida el poder en la plaza. Pero en cuanto ETA escondió las pistolas debajo de la cama, todo cambió. Ahora, por fin, hay verdadera competencia entre los dos partidos de adscripción etnográfico-racial. Y Urkullu, decíamos, parece que no lo ve claro y ha dado la espantada. En cualquier caso, la gracia del asunto reside en que Sánchez, el mediador internacional sobre el que recaerá la decisión salomónica de decidir cuál de los dos hijos putativos de Sabino Arana se quedará sin pisar moqueta en Vitoria, afrentará, y de modo grave y permanente, a uno de sus socios. Se lo harán pagar.