Quedan pocas barreras para la humanidad. Millones de años de lenta evolución simiesca dieron paso a los verdes brotes sumerio y egipcio, a los que se sumó el florecer grecorromano. Siglos después, gracias a aquel hombre que nació en el año cero –es decir, cuando Él quiso– tomamos verdadera conciencia de quiénes éramos. A partir de entonces todo se precipitó: en otros tantos cientos de años nos explicamos nosotros y explicamos nuestro alrededor, merced a la explosión exponencial de todas las ciencias.
Un par de milenios después, raro es el año que no encontramos nuevas galaxias a años luz o especies de fauna y flora. Se encuentran curas a las enfermedades más inmisericordes y se juega con la genética para crear bebés como el soltero pide comida a domicilio una deprimente tarde de domingo invernal. Es el dominio insultante de las leyes naturales y físicas, es la creación contra sus límites. El desarrollo científico y técnico es tal que todo lo impregna: hasta en lo más humano, lo más diario, el corazón se supedita al número. Si nuestra pareja no es un diez, encargamos al algoritmo del amor comenzar la búsqueda de la siguiente. Y si encontramos un restaurante con dos mil reseñas y cuatro estrellas y media en Google Maps, no pisaremos en mil vidas el de cien reseñas y tres estrellas.
Tal es el progreso que ahora es posible medir el valor de una vida humana. El 8 de marzo de 2022 se aprobó por unanimidad en el Congreso tramitar la proposición de la ley ELA. Más de un año después, no ha entrado en vigor: continúa en trámite tras haberse prorrogado hasta en 49 ocasiones el plazo de enmiendas. Cuando se preguntó a Patxi López la razón del bloqueo, su respuesta fue un lacónico "no lo sé" –la sinceridad no está reñida con la brevedad–. Meses después, parece que el Gobierno ya sabe cuál es el problema: 38 millones de euros. Hace unas semanas, VOX presentó una proposición de ley para recuperar y ampliar la ley ELA con este coste y el ejecutivo se acogió al artículo de 134.6 de la Constitución (que permite al gobierno vetar las proposiciones de ley si conllevan gastos) para rechazarla, aduciendo el desvío en los presupuestos.
Si nuestros impuestos se emplearan en ayudar a nuestros compatriotas, nos faltaría tiempo para aplaudir con las orejas sin mirar cuánto IRPF nos retienen. En el caso de los responsables políticos, la satisfacción del deber cumplido está a una firma, a un clic, a un "vale" de distancia. Sólo un alma ponzoñosa no firmaría con los ojos cerrados esta propuesta, y prefiero no saber qué oscuridades y maldades albergan las entrañas de los taimados que rechazan invertir 38 cochinos millones –si además "no son nada, chiqui"– en ella y acto seguido acuden al Congreso para vomitar como autómatas loas al Estado del bienestar, al progreso y a lo público. El gobierno más manirroto de la historia reciente, con menos estima por el dinero del contribuyente y mayor alegría y desenfreno a la hora de gastar lo ajeno no tiene dinero para salvar a nuestros enfermos. Y, por si fuera poco, se remiten a la Constitución para justificarlo. La aplicación de la Carta Magna es desconcertante: perdona deudas milmillonarias a unos y condena a otros. Va a ser tristemente cierto eso de que rige nuestras vidas.
Suplicaría a nuestros señores políticos que, si pudieran hacer algo de provecho en la legislatura, fuera esto. Piensen en el día más miserable, eterno y frustrante que hayan vivido. Y luego acuérdense de 4.500 hermanos, que no son ustedes, pero podrían serlo, postrados en sus sillas y camas, arrojados a la más oscura e inhumana indiferencia. Ellos darían su vida por poder vivir la peor de las suyas, aunque les condenaran a cien latigazos cada noche o un águila devorara su hígado, como sufría Prometeo condenado por Zeus. La maldad biológica les obliga a ser piedra antes que polvo, pero no olviden que polvo somos todos y en polvo nos convertiremos. En no mucho tiempo, todos nos igualaremos y pasaremos a ser testigos de nuestras vidas. A ellos les ha tocado empezar antes de tiempo, y lo único que suplican desde sus pupilas, todavía libres, es la oportunidad de transitar este mundo dignamente.
Me gustaría saber en qué momento el progreso que tanto alabamos se volvió inhumano. Quizá sea esa manía de alzar la vista al horizonte y mirar demasiado lejos sin reparar en lo que tenemos al lado. Sólo sé que ahora mismo hay 4.500 personas pidiendo ayuda y que este progreso me deja mal cuerpo y ardor de estómago: quién nos iba a decir que consistía en tasar sus vidas en 38 millones de euros y considerar que no son lo suficientemente valiosas.