
He hecho un ejercicio de radicalización ideológica. Se trata de pasear por unos cuantos pueblos de la España que no sale en los telediarios. Lo recomiendo vivamente. Caminas, te detienes ante cualquier cosa que no está bien, una autovía con más cráteres que el alma de Sánchez, un taller navideño municipal lleno de basura identitaria, un montón de rótulos en gallego destinados a los turistas, un anuncio absurdo a toda página en la prensa local, un millón de molinillos jodiendo el paisaje, un mastodonte brutalista en estado de abandono por falta de fondos. Lo que quieras. Ve mirando todo lo que está mal y encontrarás detrás la zarpa de alguna administración pública presente o pasada.
El paisaje español está lleno de restos de dispendio. Hay ruinas en donde antaño Zapatero dilapidaba dinero para pagarse la campaña electoral del "Plan E". Hay un dineral enterrado en campañas contra la violencia de género que —a la vista está— no sirven para nada, más que para engordar chiringuitos. Hay una oferta interminable de iniciativas municipales, a veces con financiación autonómica, o estatal, o europea, o de todas a la vez, que a nadie benefician, que a nadie alivian, que nada producen, que no son más que el recordatorio constante de las inmensas posaderas del Estado asfixiando el gaznate del ciudadano.
Hay contenedores de reciclaje, de los materiales más extraños, que nadie utiliza desde hace una década, y por supuesto que nadie recoge. Hay actividades infantiles navideñas para promover la igualdad a las que solo acuden los hijos de los concejales de turno, en donde grupos de títeres, payasos o compañías teatrales de quinta división rascan para vivir dos o tres meses a cambio de intentar llenar un poco de basura las cabezas de los menores, que ni siquiera van, porque se duermen. Hay carriles bici en pueblos cuyos habitantes no tienen dinero ni para comprarse bicicletas. Hay un montón de bromas pesadas firmadas por políticos con nombre y apellidos —y financiadas por ti y por mí— que a estas horas ya se han ido de rositas.
La contienda política diaria, el interminable golpe en el que vivimos, y el espejismo de las grandes ciudades, donde todavía existe la iniciativa privada, nos hace olvidar esta realidad de España: la prioridad es cortar este grifo. Es un insulto que sigan subiéndonos los impuestos mientras todos los niveles de la administración queman fardos de euros en nuestras narices. Es en los pequeños pueblos donde, por no haber otra cosa, brilla más la interminable pira en donde arden las monedillas que las administraciones conceden en partidas infértiles, innecesarias, cuando no dañinas.
Hay reparaciones pendientes en nuestro patrimonio histórico, obras verdaderamente importantes y urgentes, que llevan años entre redes y andamios, mientras van llegando a duras penas los dineros nacionales y europeos, en lugares donde a pocos metros se ponen en marcha iniciativas estúpidas que nadie ha pedido, para las que sí llega el dinero a gran velocidad.
Hay, en la España con varios idiomas, un reguero interminable de dinero público en gallego, en catalán o en vasco, que no aporta nada a nadie, que no es más que el recordatorio de que las autonomías que tienen un idioma propio encuentran la forma de apretar un poco más a fondo la teta estatal que aquellas a las que no se les ha ocurrido el negocio de inventarse uno. Si esos dineros con acento regional fueran realmente útiles, encontrarías ese mismo empeño en los sectores privados. No lo verás, salvo cuando se han condicionado las subvenciones a empresas a su respaldo a la tartaleta idiomática local. Solo la corrupción del sector público impulsa la corrupción en el privado.
Hay que frenar este despilfarro. Mientras la lista de la compra enloquece en alturas, es un insulto a los españoles que están pasando hambre que las administraciones tiren tantísimo dinero en caprichos políticos de corte ideológico, ya sea ambientalista, ya sea identitario-sexual-igualitario, ya sea lingüístico, ya sea trinquístico (dícese de aquel que se inventa para regar a dedo a algún familiar o amante).
No todo lo público debe funcionar mal. De hecho, hubo un tiempo en España en que ni siquiera descarrilaban los trenes. Pero en la España de la inflación infinita y la crisis post-pandemia, en los pueblos que no salen en el telediario, asoma con exhibicionismo pornográfico un éxtasis socialista al que han contribuido durante décadas la mayoría de los partidos. Y es hora de sacar la motosierra de Milei. Es hora de acabar con esta orgía del gasto comúnmente aceptada por los resignados contribuyentes. Es hora, diría el argentino, de que se acabe la joda en España.
