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Cuando el descrédito es total

A falta de soluciones tan radicales, el desacreditado opta, con mayor o menor intensidad, por refugiarse en el caudillaje.

A falta de soluciones tan radicales, el desacreditado opta, con mayor o menor intensidad, por refugiarse en el caudillaje.
El presidente del gobierno, Pedro Sánchez | EFE

Es una situación a la que se llega no por azar, o como algunos dirían por mala suerte, sino por un itinerario bien definido de conductas, aparentemente aisladas, pero que convergen en un punto, la persona física, cualquiera que sea su condición.

Nuestros mayores, a los que muchos escuchamos y seguimos en nuestros pasos, dejaron establecido un principio que, cuanto más tiempo discurre, más se afianza en su certeza. Rezaba algo así como que "el crédito se tarda mucho en conseguir, pero se pierde en instantes". Es más, añadían que, el camino por el que se llega al descrédito no es reversible, por lo que el desacreditado tiene pocos cauces para remediar su situación. El remedio pasaría por no haber existido nunca, por no haber ganado la confianza indebida, o por la de desaparecer para evitar la vergüenza de próximos y extraños.

A falta de soluciones tan radicales, el desacreditado opta, con mayor o menor intensidad, por refugiarse en el caudillaje. El caudillo, como refugiado, considera que el pueblo, tanto más cuanto más numeroso, está equivocado en sus apreciaciones, de las virtudes y aciertos que para el bien del pueblo trata de implantar el caudillo.

De aquí que este caudillo viva cada día más en solitario, reduciendo su ámbito de relaciones a los que le dan seguridad de cuanto hace – los popularmente llamados palmeros –. Es la diferencia entre el caudillo por refugio y el que lo es por campañas ganadas en primera línea del frente bélico.

Aunque sólo sea para perder tiempo – no como suele decirse para ganar tiempo – el tiempo pasa sólo una vez, la verdad es que su vida es la reclusión en un sueño, del que en algún momento despertará – así lo vaticinó nuestro Calderón de la Barca –.

En sus sueños, afirmará una y otra vez que, «el Estado, soy yo». Emulando, sabiéndolo o sin saberlo, la expresión atribuida a Luis XIV, Rey de Francia – conocido como el Rey Sol – de L’État, c’est moi. Una frase que encierra todo un principio constitucional: primacía real, frente a la del Parlamento; es decir, absolutismo.

Hoy, Luis XIV, como Rey de España, en su caso, podría haber comprado al Parlamento mediante prebendas, que le aseguraran al monarca – presidente del Gobierno en el siglo XXI – que no habría discrepancias de opiniones, que pudieran entorpecer la labor de gobierno. ¿Y eso, hasta cuándo; sine die?

Porque, la desacreditación existente no se revierte por este procedimiento. Mientras tanto, qué pasa en la sociedad. Quién cree a quién o a qué. La descreencia invade la sociedad, más cuando se trate de temas que afecten a la vida pública.

De aquí que el español que todavía piensa, se refugie en las entidades que mantienen intacto el crédito; en el Banco de España, que no cree en las medidas anticrisis, para reducir el déficit y la deuda; en el Tribunal de Cuentas que declara formalmente la opacidad del Gobierno respecto a los fondos europeos; y ello, mientras tengamos libertad de prensa, no se sabe por cuánto tiempo.

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