
Hay un cierto tipo de gente –ser gente es una cosa muy seria porque sabe de dónde se viene y que los demás de esa gente son libres e iguales a ellos– que no se considera gente. Desde hace unos siglos en Europa, en nombre de palabras altisonantes como libertad, justicia, igualdad, pueblo, democracia, solidaridad, fraternidad y otras, se arrogan el derecho de imponerle a los demás las propias ideas sobre todo e incluso de matarlos, de asesinarlos, de aniquilarlos si se oponen a una maravillosa inteligencia autoatribuida y nunca demostrada.
Siempre me ha impresionado –a la vista de lo pequeños que somos desde nuestro sistema sensorial e intelectual para comprender algo o del mundo en que vivimos—, que haya minorías que se creen en posesión de verdades absolutas o que hacen de su punto de vista sobre cualquier cosa el punto de vista de un Dios implacable capaz de destrozar al disidente.
Aunque hay antecedentes preclaros, la Guerra Civil Española fue un ejemplo perfecto de a dónde conduce el totalitarismo genético, el que nace con las doctrinas y sus propagandistas. Ese totalitarismo feroz, que brota de la convicción de que la verdad, la ciencia y la santidad están de su parte y que de la parte del enemigo (adversario ya no es bastante) no hay más que maldad, egoísmo y crimen, no es otra cosa que el resultado de creer que una teoría, la marxista –la anarquista nunca fue una teoría con fundamento cabal sino un liberalismo dislocado y demasiadas veces terrorista—, es la salvación del mundo bajo el maquillaje de una teoría de la historia y de la economía.
Se dijo del marxismo, muy bien dicho, que es en realidad una ideología fría para la cual el sufrimiento real y ardiente de millones de personas, unas condenadas al sacrificio desde su ignorancia o carnes de cañones por toneladas u otras sacrificadas en pos de un futuro que no fue, no tiene importancia alguna. Así ha sido. Millones de muertos, millones de torturados, millones de vidas interrumpidas en pos de lo que al final resultó ser un fracaso histórico total, una prueba empírica brutal de una errónea y perversa concepción de la humanidad.
Como ando en estos días enfrascado en la lectura del futuro libro sobre el terror rojo en Andalucía de Francisco Nuñez Roldán, profesor y escritor procedente de la izquierda comunista que ha sido capaz de hacer un examen de conciencia a fondo de los hechos y de sus propias creencias, me doy cuenta de la magnitud de las tragedias que se han vivido, tanto en Andalucía como en el resto de España.
Cuando unas élites –nunca las mayorías mucho menos idealistas– llega a la conclusión de que hay que exterminar a media nación para que sus sueños se cumplan es que estamos ante la presencia de unos desalmados, sin alma, sí, que deducen de la teoría un poder de odiar infinito que infecta a los verdugos adecuados cuando lo que se necesitan sencillamente son pruebas empíricas que la falseen o no. ¿NO dicen ser ciencia? Pues como a toda ciencia. Pero no.
Para vergüenza de la Iglesia Católica andaluza y española pondré un solo ejemplo con un personaje que no es mi devoción, pero al que se le debe la serenidad de un juicio. El general Queipo de Llano, un republicano de primera hora que aparece con Indalecio Prieto y otros próceres de las conspiraciones antimonárquicas desde 1930, se une al levantamiento militar de 1936, no por ser monárquico y mucho menos franquista, sino por desear el mantenimiento de un cierto orden convivencial y civilizador tras las experiencias de la República desde mayo de 1931 —incendio de iglesias y periódicos derechistas—, el golpe de estado socialcomunista separatista de 1934 y los fraudes y crímenes silenciados del Frente Popular antes de julio de 1936. Pero Queipo está exhumando de la Macarena y Largo Caballero, un instigador claro de la dictadura socialista, sigue teniendo estatua en los nuevos Ministerios. Podemos seguirnos engañando hasta la extenuación.
Queipo fusiló a muchos en lo que era una guerra civil, como otros, como todos. Sí, hablaba demasiado, cruelmente incluso, como lo hacía La Pasionaria amenazando en el Congreso y otros muchos. Todos los excesos –la guerra es siempre excesiva– son lamenetables, pero digamos enseguida que de no ser por él y sus acciones, no quedaría capilla, ni Virgen, ni Hermandad, ni retablo, ni cuadro ni escultura ni Semana Santa ni familias adversas a la República con vida. ¿Qué pensaríamos de quien por odiar el cesarismo romano le pusiera un bombazo al Coliseo o las termas de Caracalla? Soy un descreído, pero creo en la historia y en la cultura y en sus verdades.
Se hizo con Sevilla la Roja sin oposición alguna de los "valientes" milicianos. Memento ahora para Aquilino Duque, gran poeta, fino analista de las almas, que se vino a esa Sevilla rebelada huyendo del exterminio de su familia en la onubense y miliciana Zufre. Se cometieron crímenes atroces y se evitaron crímenes salvajes. Si el bueno de Aquilino vivió fue porque pudo vivir en aquella Sevilla.
El cuento de una República paradisíaca que se truncó por la maldad de un Franco sin escrúpulos ya no se lo cree nadie en su sano juicio. Ni la República quiso ser una democracia nunca –sólo un intermedio breve para dictaduras social-comunistas y nacionalistas—, desde su nacimiento, ni lo fue el franquismo que ganó la guerra por la estupidez y mala organización de sus adversarios.
Pero que siga habiendo gente, o gentuza, con las manos manchadas de sangre en demasiados casos, en una España que no quiere hacer examen de conciencia sobre lo ocurrido y sus responsabilidades y que sigue intrigando para que los monstruos que condujeron a aquella Guerra crezcan de nuevo hasta una destrucción final de algo tan grande como España y su res universal, exige algo más que una jaculatoria o un tuit o un video blog. Así no puede seguirse. O jugamos todos o pinchamos la pelota.
