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José García Domínguez

El separatismo de los pobres

Hay que estar políticamente ciego, pero muy ciego, para creer que acaba de ocurrir algo positivo en el Noroeste.

Hay que estar políticamente ciego, pero muy ciego, para creer que acaba de ocurrir algo positivo en el Noroeste.
Ana Pontón en el cierre de campaña del BNG. | Europa Press

Resulta posible comprender la euforia en que vive envuelta la derecha a estas horas por el estado de opinión tan extendido que a medida que avanzaba la campaña electoral fue consolidando el pronóstico de un cambio de mayorías en el Parlamento gallego. Pero sólo desde esa perspectiva, la de la constatación de la profecía no cumplida, se justifica ese optimismo tan desbordado. Y es que los resultados de Galicia han sido objetivamente malos desde la perspectiva del interés nacional español, más allá de las rutinarias peleas de vuelo gallináceo entre PP y PSOE por sumar apoyos territoriales en su permanente disputa por la Moncloa.

De hecho, lo ocurrido el domingo en las urnas fue más que pésimo si los resultados se leen sin las anteojeras cortoplacistas y partidarias habituales. Porque pésimo y muy preocupante resulta que un territorio periférico que necesita de las transferencias fiscales del Estado para subsistir, el que agrupa a esas cuatro provincias envejecidas y subsidiadas, haya convertido en flamante alternativa de gobierno a una fuerza política, el BNG, cuya misma razón de ser pasa por la destrucción del Estado. Hay que estar políticamente ciego, pero muy ciego, para creer que acaba de ocurrir algo positivo en el Noroeste. Porque muy ciego hay que estar para no comprender el significado profundo de que el independentismo crezca de tal modo en una demarcación donde uno de cada dos habitantes con derecho a voto vive de ingresos procedentes de transferencias estatales. Uno de cada dos, sí.

Pues en Galicia hay 2,2 millones de residentes con derecho al sufragio y 1,1 millones de pobladores que perciben cada mes algún tipo de ingreso dinerario abonado por el Estado (924.000 pensionistas y 173.000 empleados de administraciones públicas, sin contar los parados que reciben subsidios y prestaciones por desempleo ni a los familiares dependientes de todos ellos). El nacionalismo de los ricos constituye una triste prueba del fondo de miseria egoísta que siempre anida en el alma humana. Pero el nacionalismo de los pobres, como el gallego, ilustra otra cosa: la derrota cultural de una nación que no osa comparecer a la batalla cultural contra sus enemigos. Sólo los ciegos, sí, poseen motivos hoy para sonreír.

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