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Luis Herrero Goldáraz

Hora de cerrar, ministra

Uno pensaba que llegado a cierta edad ya no tendría que volver la vista atrás ni revivir discusiones adolescentes en torno a la noche y sus relojes.

Uno pensaba que llegado a cierta edad ya no tendría que volver la vista atrás ni revivir discusiones adolescentes en torno a la noche y sus relojes.
Yolanda Díaz. | Europa Press

Mucho se ha hablado acerca de la propiedad de los hijos —que parecen seguir siendo de sus padres, de momento—, sin reparar en el escurridizo detalle de la propiedad de los padres, que acabarán siendo con el tiempo de sus hijos y que por eso, precisamente, deberían preocuparse un poco por la clase de dueños que van fabricándose sin querer. Mi cultura cinematográfica me ha enseñado que hay que tener cuidado en ese punto si no se quiere acabar siendo un esqueleto disecado en el dormitorio infranqueable de un motel. Y esto vale para cualquier cabeza de familia, incluida esa tan poco familiar a la que los españoles llamamos resignadamente Consejo de Ministros. Si el Estado cría cuervos, ya sabéis…

Por ejemplo: uno escucha a Yolanda Díaz, matriarca de los trabajadores y gallina clueca de España, y no puede más que aconsejarle que se pregunte qué tal le fue a la madre de Norman Bates cuando quiso seguir imponiéndole sus ponzoñosas restricciones educativas cuando ya era mayor de edad. La cosa encierra todavía más urgencia para ella, si cabe, teniendo en cuenta que lo que proyecta en su cabeza es una obra de ingeniería social que amenaza con ir dejando poco a poco a media España sin ocio nocturno y a la otra media sin cobrar.

Por ponerlo en contexto, dice nuestra vicepresidenta y ministra que hay que limitar el horario de los restaurantes porque en España cierran muy tarde en comparación con el resto de Europa. Dice también que a partir de las diez comienza el horario nocturno, con lo que ese horario tiene de riesgo para la salud mental. Dice, en definitiva, que ella sabe cuál es la mejor vida para sus retoños; y que esa vida buena pasa por poseer todo el tiempo del mundo, pero cada vez menos cosas que hacer con él. Siendo uno de esos hijos amenazados por sus buenísimas intenciones de madre helicóptero, lo que me sale es preguntarle —a gritos y en la cena, para mayor dramatismo— si pretende que sigamos bebiendo todos de su teta cuando no nos queden dientes ni, ya puestos, dinero en la hucha de la pensión.

Uno pensaba que llegado a cierta edad, atravesado cierto Rubicón, ya no tendría que volver la vista atrás ni revivir discusiones adolescentes en torno a la noche y sus relojes. Asumía esa victoria pírrica como una contrapartida necesaria ante el indudable retroceso que supone poder ir a la cárcel por edad. Hoy, sin embargo, aquí nos encontramos, teniendo que levantar la voz ante toda una ministra para decir que ni ella puede ni nosotros queremos que nos proteja de todo eternamente. Que existen muchos factores de riesgo de salud mental, el principal de ellos haber nacido, pero que no por eso sería buena idea la extinción. Que quizá quienes tendrían que decidir libremente a qué hora les compensa trabajar son los propios camareros y hosteleros, que para eso se emanciparon hace tiempo. Y que, en definitiva, tenga cuidado con lo que hace si no quiere acabar aparcada en una residencia en cuanto se presente la oportunidad. Yo la demencia ya se la noto. Al fin y al cabo, actúa con una autoridad prestada e ilusoria, como si alguien la hubiera votado de verdad.

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