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La amnistía, 20 años después del 11M

No hay división de poderes porque no hay poderes que separar. Todo es uno. Todo es Él.

No hay división de poderes porque no hay poderes que separar. Todo es uno. Todo es Él.
Pedro Sánchez realiza una declaración en el Palacio de La Moneda (Chile). | Europa Press

El figurín llegó descompuesto al Brasil de su Lula. Bajó del avión como si lo hubieran extraído de un garito nocturno, un after-yoli de los que frecuentaba Armengol mientras a los demás nos confinaban. Desgarbado, con chalequito y sin corbata, arrugado todo él, pero andando sin bracear como si llevara pistolas al cinto, estilo de la casa. Por mal que vaya el negocio, sigue en pie. Koldo no es para tanto, Begoña no vende.

Al día siguiente amaneció en Chile, mucho más pinturero. En España ya le habían lijado y barnizado la Ley del Golpe, la habilitante, mientras él veía la Cruz del Sur. Recobró su pulido rostro, volvió la sonrisa Profidén y se anudó la corbatita de late night: no hay división de poderes porque no hay poderes que separar. Todo es uno. Todo es Él. Con la banda detrás, que siempre esconde algo amenazante en los bolsillos, claro.

La ley de amnistía pasó por el cirujano plástico. No hay terrorismo si el terrorismo era necesario para el fin buscado. Mejor dicho: hay terrorismo, porque lo hubo, pero no lo consideran delito a los efectos de la Ley. Los franceses instauraron el Terror y fue —es desde entonces— el deporte favorito de la izquierda, así que Sánchez no iba a ser menos. Dice también el retoque que la malversación ya no es tal si no hay enriquecimiento personal, así que se supone legalizada, por ejemplo, como método de financiación de partidos, si es que se permiten los partidos después de esta Ley Habilitante de Amnistía. Los gondoleros de la comisión de Venecia han jugado al escondite con España. Europa no termina de comprender que su hundimiento es por causas internas.

Cada vez está más claro que si el texto se ha perpetrado para que Sánchez gobierne de forma extraordinaria —con votos propios no puede y con pactos sólo es posible si se aprueba a cambio esta ley que deroga de facto la Constitución— y no para cubrir una necesidad real de los ciudadanos, nada les impedirá espantar, también por ley, el resto de obstáculos, como la corrupción que anega el PSOE, de Koldo a Begoña, recorriendo cada ministerio, anular el juego parlamentario o socavar la monarquía.

No debe extrañarnos la amarga coincidencia que sufrimos esta semana: veinte años después de un atroz atentado sin resolver el orden constitucional se desguaza, como se hizo con los trenes, con una ley de borrado. Sin autor intelectual y sin arma homicida el vacío sigue siendo una invitación a intentarlo cuantas veces sea necesario. España dejó de ser respetada hace veinte años, cuando mostró, junto al arrojo de muchos ciudadanos, su debilidad como estado. Vulnerables, así es como nos ven muchos, de Moscú a Rabat pasando por Barcelona sin olvidar Bruselas. El 11-M desarmó a España. Rajoy sólo fue un paréntesis, más o menos molesto para el cambio de régimen que estamos presenciando. ¡Qué pena de mayoría absoluta!

Con el 11-M se echó al PP por unos años, pero el proyecto siempre ha sido cerrar el paso a la derecha, como si fuera algo lógico que media España no tuviera derecho a representación. De la CEDA al PP. Los cuarenta años de dictadura franquista tras una guerra civil cuyos detalles se empeñan en ocultar en los libros de texto, en el cine, en las series y en los medios de comunicación, dieron paso, sin revolución —y eso es lo que más duele al agazapado PSOE del antifranquismo—, a una transición a la democracia bajo la forma de una monarquía parlamentaria. Si habrá sufrido y soportado vaivenes el régimen del 78 que hasta tuvimos una abdicación entre dos golpes de Estado, el del 23-F con el padre y el del 1-O con el hijo, muy distintos en todo pero igual de antidemocráticos. En medio, el maldito 11-M, un golpe letal y sangriento que nos dejó en el suelo, a muchos muertos y a otros preguntándonos qué había pasado. Veinte años de perspectiva —parece mentira— ayudan a intuir la amarga verdad.

Las manifestaciones del tardofranquismo coreaban el famoso lema "Libertad, amnistía y estatutos de autonomía". Si había que salir de aquello no podían quedar heridas abiertas. Y con todo el daño guardado, mucho duelo contenido y el cuaderno de las cuentas bajo siete llaves, se salió a remontar, a construir una democracia con lo mejor de cada casa, que abundaba.

Por eso la demolición de la concordia empezó, como recuerda Federico en El camino hacia la dictadura de Sánchez, en Cuelgamuros, aventando la cizaña y llevando a Franco por los aires hasta Mingorrubio. Mucho camino lo había desbrozado ya Zapatero pero el verdadero caudillo es hoy Pedro Sánchez, nuestro peor presidente que ni siquiera tiene votos suficientes para mantenerse en el poder. Es, de hecho, esa debilidad la que alimenta su psicopatía, la que le hace crecer en la huida hacia ninguna parte.

Por mantener rima y métrica, la nueva transición rupturista, la que nos lleva a un régimen sin separación de poderes ni igualdad ante la ley, podría canturrear algo así como "Corrupción, amnistía y regiones en rebeldía", inaugurado en Cataluña como primera estación pero con el riesgo cierto de convertirse en una septicemia liderada por un PSOE que se pudre en comisiones ilegales y estafas diseñadas para aprovechar el descontrol de una pandemia. Nada bueno cabe esperar.

El Gobierno dice que la ley busca la "convivencia" y el "encuentro", pero los que previsiblemente serán amnistiados confiesan orgullosos que volverán a hacer lo mismo que hicieron cuando violaron la Ley. Y brindarán con vodka ruso. Y quemarán coches patrulla. Y cerrarán el espacio aéreo. Y, por supuesto, nos pedirán dinero para ser independientes además de corruptos.

El delito es la única ley y la Ley de Amnistía es otra consecuencia de aquel fatídico 11 de marzo de 2004.

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