Menú
Itxu Díaz

A la mujer de mirada triste

Me recordó a la canción de Enrique Urquijo, esa en que cuenta cómo, cuando preguntó a una novia "¿por qué me dejas?", ella le contestó "por tu tristeza".

Me recordó a la canción de Enrique Urquijo, esa en que cuenta cómo, cuando preguntó a una novia "¿por qué me dejas?", ella le contestó "por tu tristeza".
Autómata, de Hopper. | Archivo

Caminaba tan despistado, tan ensimismado en lejanos pensamientos, que ni siquiera advertí su presencia, espigada y juvenil, recortándose entre el horizonte de los edificios, mientras el sol me deslumbraba. Fue hace un par de días. Me paró por la calle a media mañana, y tenía los ojos más azules que cualquier tono del Atlántico, pero brillaban como si acabara de llorar, o es que tal vez lo hace a menudo y ya se le han quedado así. Son esos ojos bellísimos pero acuosos, que siempre parecen que los va a surcar una pareja de cisnes, o que acaban de ser golpeados a traición por unos versos de Emily Dickinson.

Demasiado joven para ser lectora, creía que iba a preguntarme por alguna calle, o tal vez la hora, aunque desde que hay móviles ya nadie pregunta cosas así. "¿Cómo has podido escribir algo tan triste y tan bonito a la vez?", no hubo mucho preámbulo antes de la acusación interrogante, como si trajera la pregunta clavada desde mucho tiempo atrás. Se refería, claro, a mi novela Rosas de papel. Habían pasado meses desde la lectura, pero, eso me contó, el protagonista aún le persigue en sueños. Ahora pienso que quizá estaba un poco enamorada de él, como los lunáticos se enamoran a veces de la tristeza, y en sus ojos tan bellos como atormentados podría caber una historia así.

No hablamos mucho más, o es que se me pasó el tiempo muy rápido, alguien venía a recogerla en un coche deportivo –a juego con su exuberancia rubia—, tan solo algunos comentarios breves sobre su experiencia con el libro. Se despidió con dos besos apresurados y un "gracias por escribir", levísima la mueca en algo parecido a una sonrisa, y su mirada acuosa siguió allí un buen rato, pellizcando mi curiosidad, incluso cuando ya había contorneado sus jeans ajustados, y volteado su melena dorada de lisura matemática para subirse al auto sin mirar atrás. Ahora me gustaría saber su nombre.

Me quedará el recuerdo del instante, la mirada inspiradora de la musa anónima, y ese comentario sobre la melancolía, que su presencia, al fin, me recordó a la canción de Enrique Urquijo, esa en que cuenta cómo, cuando preguntó a una novia "¿por qué me dejas?", ella le contestó "por tu tristeza".

Veinte años llevo haciendo sátira mil veces por semana, solo de vez en cuando entrego la pluma a los fantasmas de una cierta nostalgia, porque también el alma alegre necesita dormir a ratos. Veinte años de risas, cientos de columnas y diez libros, y una vez, una sola vez, entregué a mi editor un manuscrito de ficción, y no era precisamente la luz del día, sino la penumbra de una pesadilla, la firma de una larga desdicha. Por eso dijo, meses atrás, Luis Alberto de Cuenca que Rosas de papel es "una historia triste, tristísima, inmensamente triste", que, en palabras de uno de los grandes poetas de la melancolía de nuestro tiempo, suena aún más grave, aunque él, siempre generoso, no lo dijo para desalentar a los posibles lectores sino para atraerlos.

En el brevísimo diálogo con la chica, quedó claro que no lee mis artículos políticos, ni mis columnas culturales, ni mucho menos mis colaboraciones americanas, ni siquiera ningún otro libro. En realidad, creo que todo eso no le interesaba en absoluto. No sé qué accidente del destino le llevó a mi novela, pero viendo sus lágrimas azules siempre al borde de brotar, comprendí que quizá fue Rosas de papel quien la buscó a ella y no al revés. Nunca pensé que encontraría a la lectora perfecta para esa novela. Esa historia, entre la mala fortuna y el drama personal, páginas de azul malditismo, necesitaba a una lectora así, misteriosa, profunda, sensible, marinera, de una belleza enigmática.

En su manera de irse, con el mismo movimiento fugaz que la trajo a mi trayectoria en plena calle, empujada por una urgencia, supe leer que no volvería a verla, y que mis dudas y mis ganas de hablar quedarían aparcadas en el mismo lugar que habitan todas las preguntas sin respuesta.

Cuando algún lector te detiene por la calle siempre hay una palabra amable, un gesto agradecido, un comentario que tener en cuenta. Pero esta vez fue diferente. Ella vino a atravesar mi silencio interior con un solo dardo, suavísimo, picante, seductor, comportándose como un personaje más de Rosas de papel, y ahora dudo si habrá vuelto a su casa, o simplemente habrá vuelto a saltar al interior del universo infinito de las páginas del libro, meciéndose entre las aguas de la ficción y de la realidad.

Aunque no va a leerlo, después de todo, su relampagueante visita a mi calma fue lo bastante ensordecedora como para dejarla pasar sin más. Y como el escritor no tiene más que un arma, "tengo una chica y una pistola" cantaba Sidonie, no me ha quedado otra salida que esta: escribirle esta columna.

En España

    0
    comentarios

    Servicios

    • Radarbot
    • Biblia Ilustrada
    • Libro
    • Curso