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Itxu Díaz

Deja en paz a los tíos

Ser hombre en el siglo XXI es un maldito drama y nadie se atreve a decirlo. Yo tampoco.

Ser hombre en el siglo XXI es un maldito drama y nadie se atreve a decirlo. Yo tampoco.
Personaje de Ragnar en la serie 'Vikingos' | Netflix

Ser hombre es un pésimo negocio en 2024. Ahora todo el mundo te mira por la calle como si vinieras de esconder el primer cadáver del día, no hacen más que subir los impuestos de la cerveza, te excluyen en los programas de ayudas laborales e incentivos económicos, y te presionan para que te arranques los pelos de cualquier parte del cuerpo. Por si fuera poco, cosas tan masculinas como perderse en el supermercado, conducir borracho, o romper ladrillos a cabezazos, despiertan el peor de los rechazos sociales. Ser hombre en el siglo XXI es un maldito drama y nadie se atreve a decirlo. Yo tampoco.

Veamos. Nunca ha sido fácil ser tío. Recuerdo que en la Edad de Piedra teníamos que vérnoslas cada día con peligrosos animales para llevar carne tierna a la caverna. Pobre de ti si regresabas con las manos vacías. A un marido de la cueva de al lado lo cocinaron y se lo comieron por salir a cazar mamuts durante una semana y regresar solo con un par de pajarillos. De nada le sirvió decir que eran de la selva gourmet. El mamut era un animal muy cabrón. Si tenía ocasión de ver cómo torturan a un hombre, corría como una liebre y no se dejaba capturar. He visto a muchos hombres arrojarse por inmensos acantilados para evitar la deshonra de no ser capaz de alimentar a la prole. Eran tiempos difíciles. Nos pasábamos horas cazando bichos asquerosos por cualquier jungla, con palos afilados, y con la única compañía de un montón de idiotas en taparrabos, igualmente armados con palos e incapaces de distinguir, a la hora de arrojar sus lanzas, la cabeza de un mamut del culo de un cazador.

Un tiempo después, en la Edad Antigua, ibas a Egipto pidiendo que te trataran como a un faraón, y una turba te arrancaba el cerebro, te evisceraba, te ponía en salazón, y te construían encima una enorme pirámide para asegurarse de que no podrías escapar. Y en efecto, no podías salir de ninguna manera, porque también te habían atado con vendas. Entretanto, aquello se supone que estaba lleno de diosas bellísimas —eso decían mis colegas de la taberna— pero te confieso que desde dentro de la pirámide y convertido en bacalao en salazón, hay poco que puedas contemplar. Y todo por ser tío.

En la Edad Media, la presión social sobre la vida del macho se hizo insoportable, pero gracias a Dios existía el paraíso del castillo, donde podías encerrarte durante diez o quince años, rodeado de buenas vistas, seguridad privada, un montón de armas divertidísimas, y sin necesidad de ir al centro comercial los sábados a comprar cualquier tontería; todo lo importante se fabricaba dentro, incluido el capón relleno, el vino, y los mazapanes.

La principal diversión medieval eran los banquetes y nadie te montaba una escena por arrojar por encima de una almena los huesos de costilla de un carnero, o por comer con los dedos y limpiarte los morros con el mantel, cuando ni siquiera se había inventado la servilleta. Y lo mejor del castillo era el foso donde, a los vendedores que te visitaban a la hora de la siesta para ofrecerte una tarifa plana de telefonía móvil, se los comían los cocodrilos. Aquello era vida. Para compensar tanto disfrute, un imbécil dictó por entonces que la moda de caballero pasaba por unos ridículos zapatos larguísimos que nos convirtieron para la posteridad en el hazmerreír del terraplanismo. Las chicas nos decían que nos sentaban muy bien, para después despellejarnos por la espalda en los corrillos de las ciudadelas. Desde aquella historia de los zapatones, a los tíos ya nunca nos dejaron respirar en paz.

Más tarde, lo único bueno de la Edad Moderna es que llevábamos capa y espada y cualquier excusa era buena para batirse en duelo, que es, junto al fútbol, la única actividad típicamente masculina que produce un placer infinito. Por lo demás, de la Edad Contemporánea tan solo recuerdo que nos obligaban a ponernos camisas gigantes con lentejuelas, no había manera de echarse una novia con los pelos sin electrificar, y en general a un caballero se le exigía saber bailar como Freddie Mercury, que era el único tío al que adoraban todas las mujeres. En vano.

Y ya en nuestros días, toda afrenta contra lo masculino es gratuita. A veces con razón. Pienso en esas feministas de nuevo cuño que se pasan el día diciendo que los hombres les dan asco, que lo único que realmente les gusta son las mujeres. Y las comprendo, no puedo culparlas. A mí me pasa exactamente lo mismo.

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