
Escribo esta columna un par de horas después de haber visitado por primera vez la casa de Ana Frank, cuando todavía estoy en Ámsterdam, donde la European Jewish Association me ha invitado a su encuentro anual.
Muchos años después de empezar a recorrer museos o exposiciones e incluso campos, acercarme a algo relacionado con el Holocausto sigue rompiéndome el corazón. El caso de Ana Frank me resulta especialmente sensible, quizá porque es una de las pocas víctimas de la Shoá a la que ponemos nombre y cara, quizá porque soy el orgulloso padre de una adolescente que tiene casi la misma edad que tenía Ana cuando fue asesinada en Bergen-Belsen, quizá simplemente porque soy un sentimental, no sé.
La visita a la casa es corta e interesante. Está preparada para enseñar a personas que no estén demasiado informadas previamente sobre la historia de la familia Frank y menos aún sobre el Holocausto. Es, por supuesto, conmovedora, pero conmueve sin alardes, de hecho diría que evita el sentimentalismo. Es obvio que no lo necesita.
Mientras paso por las distintas habitaciones y voy sabiendo cómo era esa vida cautiva y llena de miedo que sus moradores vivieron en aquella misma casa durante más de dos años, pienso en la gente que niega que la historia de Ana y la propia Ana sean ciertas: a mí me lo han llegado a decir en una conversación muy seria.
Que décadas después y tras todas las pruebas, los testimonios y las evidencias haya gente que siga negando el Holocausto me parecía algo alucinante… antes del 7 de octubre. Ahora, cuando he visto a los medios negar la evidencia, cuando en manifestaciones masivas se culpaba a las víctimas, cuando he escuchado a los políticos premiar a los asesinos, torturadores y violadores… Ahora, como les decía, empiezo a entender mejor que pueda seguir habiendo negacionistas.
Durante todos estos años al leer sobre la Shoá, al visitar un museo o ver un documental me quedaba el consuelo de que la humanidad no podía permitir que aquello se repitiese, que la lección estaba bien aprendida, que el "nunca más" que se pronunciaba en tantos discursos no era una fórmula hueca.
Ya no soy tan inocente: puede que en el siglo XXI Ana Frank no sería deportada a Bergen-Belsen, pero sé bien lo que le hubiese pasado de haber vivido en un kibutz cercano a Gaza o de haber estado bailando en el Festival Nova. Y habría sido por la misma razón: ser judía.
No, por supuesto que no estoy comparando el 7 de octubre con el Holocausto, pero el descomunal crimen de Hamás, su magnitud y su crueldad nos dejan claro que a muchos lo que no les faltan son las ganas y que, si fuesen capaces de ello, no tendrían ningún problema en intentar reeditar los crímenes del nazismo en toda su incomprensible magnitud.
Por suerte no pueden, pero no porque el mundo se lo impida como no se lo impidió a Hitler: es precisamente la existencia de Israel la que lo hace imposible. Y por eso lo odian tanto. Los demás, para nuestra vergüenza, el 7 de octubre habríamos vuelto a dejar a Ana Frank en manos de sus asesinos.