
Sólo hay dos cosas que me resulten más deprimentes que el "obsceno espectáculo de ver a políticos que nombran a los jueces que pueden juzgar a esos políticos", como lo definió con acierto y ausencia total de vergüenza el ínclito Gallardón. Ese apartado de ganado que lleva años haciéndose en contra de la letra y del espíritu de la Constitución no sólo es uno de los momentos más estéticamente repugnantes de la vida política española, sino que además es de los más dañinos para nuestra democracia, cuyos enormes problemas actuales nacen precisamente de esta invasión de un poder por los otros dos, que en el fondo son uno: el señor que esté en la Moncloa.
Sin embargo, como les decía hay otras dos cosas que me resultan aún más repugnantes, al menos en lo estético, la primera cómo los jueces llevan cuatro décadas prestándose a ello y, al menos aparentemente, encantados de la vida. Sí, entre elección y elección todo son artículos sesudos y declaraciones altisonantes, pero a la hora de la verdad no se queda ni una plaza por cubrir y, una vez hecho el reparto y satisfechas un poco mejor o un poco peor las cuotas, a sacarle brillo a la toga como si no pasase nada: juzgue usted que a mí me da la risa.
Vale, estoy dispuesto a aceptar que no se le puede exigir a nadie que sea un héroe –aunque jueces, policías y bomberos, por poner tres ejemplos, deberían saber que lo suyo no es una profesión más, creo yo– pero es que una cosa es que aceptes el mal menor cuando un Pablo Escobar te pone en la disyuntiva y otra muy diferente que vayas detrás del capo pidiendo plata antes de que te haya dicho que te puede dar plomo. Lo dicho: no hace falta que sean superhombres, pero igual tampoco era preciso arrastrarse tanto.
Con todo, quizá lo más triste sea ver cómo somos un país de esbirros voluntarios: nada nos gusta más que unirnos a un yugo y obedecer ciegamente a la superioridad. Porque, digo yo, un juez, un magistrado o un lo que sea que llega al CGPJ, al Constitucional o a cualquier órgano similar ya ha tocado lo más alto, ya puede considerarse un triunfador, ya tiene la vida bastante solucionada y podría permitirse el lujo de la independencia, que es el de la libertad.
Pues no, vamos, que no se ha dado el caso: el que llega marcado por una ganadería se queda para toda la vida y, como mucho, la traicionará para pasarse a la otra, pero jamás será libre de verdad.
Es triste, pero al final cuando hay amos que pueden mandar, en el peor sentido de las palabras, suele ser poque hay esbirros encantados de obedecer.