
Más allá de los navajazos que se intercambian los políticos entre sí como si la función de la política fuera eliminarse entre ellos, resulta desesperante la maña que se dan en destruir la única herramienta que poseemos los humanos para entendernos: la palabra. Destruido el lenguaje y sus reglas, sólo queda la tribu, la ley de la selva, la intemperie. O sea, el sanchismo. Llamo sanchismo a la democracia tóxica que ha engendrado. Y a las reacciones de la misma calaña de algunos de sus rivales. Ponga cada cual a quién considere. Y lo que considere.
Habríamos de recapacitar cómo hemos llegado a esto, y tener la valentía intelectual para replantearnos todos los estigmas que nos impiden enfrentarnos a la descalificación ideológica para destruir al contrario sin necesidad de razonar ni justificar la injuria (ultraderecha, comunista, rojo de mierda, facha, patriarcado, populista, machista, machirulo, feminazi, fachosfera, zurdo, ultra, botifler, ñordo, españolista, nacionalista, nazi, etarra, fascista, izquierda, derecha…).
¿Qué hemos de hacer y cómo hablar de las relaciones entre sexos sin clichés ni prejuicios? ¿Cómo hacerlo de la inmigración sin que a las primeras de cambio te electrocuten con palabras envilecidas? ¿O de la guerra palestino/israelí? ¿Hemos de convertirlo todo en un muro, en una línea roja, sin un espacio mínimo de diálogo donde exponer razones frente descalificaciones?
La memoria democrática de las sociedades del bienestar occidentales después de la Segunda Guerra Mundial se cimentó sobre el rechazo moral al nazismo, al fascismo y a la ultraderecha. Eran la línea roja. El abismo para describir el mal. Una manera perezosa de no razonar, de no dar razones. Bastaba el estigma, el tabú para descalificar al contrario. Desde entonces, no ha hecho más que acentuarse el exabrupto como argumento definitivo para deshacerse de los adversarios. El comunismo, sin embargo, siguió manteniendo una imagen progresista a pesar de sus regímenes totalitarios y acumular cien millones de muertos.
Si bien la descalificación sirvió en un principio para ordenar moralmente las ideologías sobre bases razonablemente admisibles, hoy el sanchismo ha enfangado todo. Aunque, siendo rigurosos, Pedro Sánchez sólo se ha limitado a copiar al nacionalismo. Durante cuarenta años construyó su hegemonía moral y política sobre el resto de ciudadanos no nacionalistas, calificándolos de fachas, españolistas, franquistas… una manera de deshumanizarlos y robarles toda legitimidad democrática. Vista la eficacia, Sánchez ha generalizado la toxina.
Es hora de desbrozar el lenguaje de improperios y recuperar el sentido y la función de las palabras. Junto a la razón y el valor ilustrado que nos hizo ciudadanos libres.
¿Por qué no empezamos por la inmigración? Sin apriorismos ni tabúes, comprometiéndonos a cuestionar sus ventajas y desventajas sin condenar a la hoguera de salida a quienes sostienen una mirada diferente a la propia. ¿Por qué hemos de suponer que la opinión ajena necesariamente está guiada por el racismo o el buenismo? ¿Por qué no sacar lo mejor de cada mirada para darle una solución realista y aceptable para todos? Porque, se quiera ver o no, la inmigración es un problema y a la vez una bendición. En una palabra, la inmigración, el género, la condición de las mujer, la religión, la ecología, el cambio climático, la ideología woke, las drogas, el trato a los animales, el aborto, la okupación de viviendas, la separación de poderes, el liberalismo, el capitalismo o el comunismo… son campos dialécticos, no anatemas.
Nadie debería contentarse con su descalificación, todos deberíamos exigir rigor, hechos y razones. Nada está escrito definitivamente, nadie es más que nadie si no tiene una razón mejor que otro. La dictadura de las emociones subjetivas, de los sentimientos compartidos, la descalificación arbitraria, no pueden regir nuestras vidas. Aún menos nuestras sociedades. ¿Es que hemos de volver a reivindicar la máxima kantiana: sapere aude? No admitamos el suicidio de la razón, no permitamos una democracia tóxica.