
Ya me gustaría a mí haber tenido opción de entrar por el garaje, alejado de los flashes y de la voz acusatoria de mi conciencia —más incisiva que mil jueces fascistas, la cabrona—, cada vez que tenía que hacer el paseíllo que llevaba de las porterías de la entrada del colegio al pupitre del examen sin haber estudiado nada. Era una sensación abrumadora que se enredaba en la constatación sencilla de que absolutamente toda España sabía de qué iba el tema menos yo, tan alejado del mundo durante el último trimestre que no me sorprendería haber llegado a traficar con influencias sin haberme dado cuenta. Al final, la vida es cruel, no me quedaba otra que colocarme unas gafas de sol y caminar mirando al frente con la cabeza rígida y el culo apretado. Eso y soltar murmullos tan bajitos que la gente no supiese si lo que estaba era enlazando padrenuestros o "no hago declaraciones". Ni siquiera sé si alguna vez alguien distinto a mí llegó a reparar en mis via crucis, pero tampoco importa. Lo relevante es que al otro lado del camino esperaba siempre una hoja en blanco. Y que mi obligación era llenarla si quería demostrarle al mundo mi inocencia.
Supongo que esa es otra de las incontables diferencias que me dicen que no tiene sentido que me sienta tan identificado con Begoña Gómez. Pero qué le vamos a hacer, así me siento. La miro entrar en los juzgados, a la intemperie, rodeada de caos y guardaespaldas y me veo entrar a mí, igual de desorientado, solo que acompañado únicamente por aquellos heraldos negros invisibles que anunciaban a los cuatro vientos mis suspensos.
Claro que la esposa de nuestro presidente lo tenía más sencillo. Para aprobar, bastaba con que se hubiese mantenido lo más callada posible durante el tiempo que el examinador hubiese querido prolongar el escrutinio. Devolverle el folio a sus acusadores, todavía en blanco. Y explicarles que en nuestro sistema garantista de justicia son ellos quienes deben demostrar la culpabilidad del acusado.
Así de simple. Se trataba de un examen que tenía hecho desde el segundo exacto en que la citaron a declarar y que sin embargo ella y su entorno han decidido tratar de boicotear antes incluso. Para colmo, poniendo excusas parecidas a las que ponía yo cuando decía que mi perro se había comido mis libros de texto. Ahora pienso que si me siento tan hermanado con ella es quizá por ese aura de inseguridad que transmitimos. Esos nervios absurdos que nos hacen trastabillarnos ante pruebas asequibles. Esa forma de zancadillearnos a nosotros mismos delante del profesor que tiene que juzgarnos, dando a entender un millar de cosas, pero sobre todo que tenemos mucho más que perder que que ganar si aceptamos presentarnos a la prueba.
Lo lógico es pensar, como piensa casi todo el mundo, que si te sabes inocente y te consideras víctima de una persecución insostenible deberías desear que te pregunte el juez para que la acusación se desmorone cuanto antes. Pero chico, yo qué sé. Tampoco tengo claro qué hubiera hecho si el día mismo del examen el profesor me hubiese dicho que iba a preguntar por temas que no había avisado que entraban, aunque me los supiese. Algo así le pasó ayer a Begoña, y yo la entiendo. Así que si una cosa reafirmé, incluso después de tanto todo para nada, es que a los tribunales hay que ir como a las aulas: con la lección aprendida. Y que eso aplica para todos, pero todavía más para los jueces y para los profesores.