Cuando tenía trece años, Akira Kurosawa sintió aproximarse a su hermano Heigo, que tenía 17, y le escuchó pedirle que le acompañara a darse una vuelta por Tokio. La historia no tendría demasiada miga si el día anterior el Gran terremoto de Kanto no hubiese destruido la ciudad. Ambos pasearon por entre los escombros contemplando el sinsentido de los cuerpos y la absurda atrocidad azarosa que deja tras de sí toda catástrofe, pero no pensaron, como Voltaire, en su propia insignificancia. Lo que sucedió fue que Akira experimentó la orfandad desnuda con la que suele presentarse el miedo, y que su hermano Heigo le obligó a mantenerse firme, sin apartarle la mirada. Quería regalarle una de esas lecciones que marcan una vida. La misma que años atrás le llevó a tirarle de un bote en mitad de un lago para enseñarle a nadar.
Rodrigo Cortés narró la escena en un capítulo reciente de Todopoderosos. Al parecer, Heigo se quedó observándolo mientras Akira braceaba. No respondió a los gritos ni a los bandazos ni a las súplicas de su hermano pequeño. Esperó pacientemente hasta que, al cabo de un rato, este se calmó. Había comprobado que la muerte no nos atraviesa de golpe sino que nos va pelando como a las cebollas; y que una de las capas superiores que suele quitarnos primero es la del pánico, debajo de la cual se esconde el cogollo precioso de una paz extraña en la que es hasta posible redimirse. Asido a ella, Akira salió a flote. Y sólo entonces su hermano mayor le acercó un remo para sacarle del agua. Al miedo, vino a decirle, se lo vence mirándolo de frente. De lo contrario, te perseguirá toda la vida.
De Heigo Kurosawa sabemos que fue un niño brillante y un modelo a seguir para su hermano. Sabemos que llegó a ser un benshi exitoso, y que la aparición del cine sonoro le dejó sin trabajo. Sabemos que, en sus años de bonanza, acogió a un Akira desahuciado en una casa extrañamente humilde en la que convivía con una familia a la que había sacado de la calle. También que solía bromear con que no llegaría a viejo. Que era querido y admirado. Que nació siendo ya sabio, probablemente. Que sus métodos educativos eran tal vez controvertidos, pero que revelaban un amor profundo y una capacidad inaudita para encauzar inteligentemente sus ansias de proteger a quien más quería. Y que, pocas semanas antes de cumplir los 27 años, se suicidó. Lo que nunca llegaremos a saber es qué extraña determinación del alma, completamente suya y por lo tanto inaccesible, pudo llevarle a hacerlo.
Yo supongo que quizá, en algún momento, alguien acostumbrado a reconocer sus miedos para enfrentarse a ellos puede llegar a la conclusión de que el único perseguidor que jamás se rinde es nuestra muerte. Y entiendo que, cansado del camino, no tenga demasiados problemas en detener sus pasos y girarse, para abrazarla. No es eso lo que me intriga. Lo que lo hace es preguntarme si en sus últimos instantes pensó en Akira. Si acaso no sabía, antes incluso de saberlo, cuál iba a ser su fin. Y si su vida pudo ser un acto de amor constante destinado a prepararle para saber sobrellevar ese momento. Me pregunto si, por él, llegó a dudar. El amor por un hermano, al fin y al cabo, es una cosa indescifrable. Puede llevarte, llegado el caso, a renunciar hasta a matarte.