Carles Puigdemont se resiste a acabar en la misma papelera de la historia que Artur Mas. Está convencido de que si aparece en el parlamento catalán frustrará la investidura de Salvador Illa, a quien el separatismo considera, en un alarde de disonancia cognitiva, el más taimado representante del 155, el artículo de la Constitución que permitió intervenir la Generalidad cuando el golpe de Estado. Además de reventar la primera comunión de Illa como president, Puigdemont cree que su detención causará una conmoción social y política en toda España, que pondrá de manifiesto que los jueces son unos golpistas y que no cumplen la ley. Es decir, que son como él. Tal cúmulo de circunstancias obligará a Pedro Sánchez a intervenir. El fiscal general tendrá que mediar en el arresto y las Naciones Unidas convocarán un consejo de seguridad de urgencia para analizar las consecuencias geoestratégicas de la detención del cabecilla posconvergente.
Ese es el cuadro que manejan el prófugo y su entorno, un auténtico delirio sin más conexión con la realidad que el deseo de que todo eso ocurra. En su cabeza es perfectamente factible. Puigdemont cierra los ojos muy fuerte y lo visualiza. Ahí se imagina a Sánchez cancelando las vacaciones para acudir de urgencia a su despacho a atender las llamadas de los líderes mundiales pidiéndole la liberación del líder catalán y tal. Pero la realidad es que los Comités de Defensa de la República (CDR) son el pasado, que la Assemblea Nacional Catalana (ANC) del cantante Lluís Llach y el payaso Pesarrodona no moviliza ya a nadie y que el principal enemigo de Puigdemont no son los jueces, sino ERC, la otra gran bandería del separatismo.
En un insólito cruce de cartas, Puigdemont responsabiliza a la militancia de ERC de su detención mientras que ERC acusa a Puigdemont de atizar el odio entre independentistas. Republicanos y posconvergentes no se pueden ni ver, se profesan un odio cainita y terminal. Por esa razón, la militancia de ERC, que no se cree que el PSC vaya a cumplir su parte del acuerdo ha votado por el pacto, para derrotar definitivamente a Puigdemont y obligarle a cumplir su promesa de retirarse de la primera línea política. Le tienen calado y no le perdonan que se fugara al extranjero mientras Oriol Junqueras afrontaba las consecuencias judiciales de la asonada. Tampoco le perdonan que dejara el gobierno de Aragonès en minoría. Son demasiadas cuentas pendientes.
Lo que sí puede hacer Puigdemont sin entregarse al primer mosso d'esquadra que se cruce en su camino es convertir la presidencia de Sánchez en un infierno vietnamita. El odio entre los separatistas es la gran baza para que las condiciones del pacto de investidura de Illa, la soberanía fiscal y la independencia económica de Cataluña queden en agua de borrajas gracias a Puigdemont, que rendiría así un gran servicio a favor de la igualdad entre españoles. Escritura recta en renglones torcidos.