Yo solía creer que el verano era una época predilecta para la creatividad. Tenía sentido que así fuese, la verdad, por la misma razón por la que las mejores ideas llegan siempre cuando ya estamos metidos en la cama, una vez que hemos apagado la luz después de un día de intensa actividad cerebral infructuosa y de abrumadoras ganas inciertas de dejarlo todo para huir a Zihuatanejo. En mi caso, de alguna forma extraña, el calor sofocante que se acumula en la meseta frontal de mi cabeza en estos meses vacacionales solía hacerme exudar ideas con la misma fecundidad primorosa con la que el Barsa exuda delitos. Y era un método bastante orgánico, además, pues yo sólo tenía que ir secándolas de mi frente cuidadosamente con un paño muy blanco en el que se formaban unos garabatos preciosos. Y terminarlas después sin ni siquiera revisarlas, rubricando confiadamente mi firma al final.
Podemos decir que tengo un negro que trabaja por mí y que soy yo, precisamente. Lo guardo encerrado en mi celda mental durante todo el invierno y no lo vuelvo a visitar hasta que llegan los calores, es decir, cuando, liberado de mis quehaceres mundanos, puedo ir a abrirle una rendija para ventilarle la habitación y, lo que es más importante, para cobrarle el impuesto anual de palabras etéreas, que son las más refrescantes precisamente porque han ido siendo acumuladas por alguien que sueña eternamente con refrescarse alguna vez. Bien. Resulta que mi negro está muerto. Y si quiero ser justo tengo que decir que es posible que lo haya matado yo.
¿Es así en realidad, o todo es culpa de los políticos? Lo único que sé es que agosto ha decidido recordarme de repente que a este valle hemos venido a sufrir; y lo mismo que los únicos que se han cogido vacaciones este año son los miembros de esa oposición tan tranquilota que parece estar siempre preparándose para salvarnos, sin salvarnos nunca, aquí lo que no aparece por ningún lado es mi paz y mi descanso, es decir, las dos patas del caballete sobre el que reposa el lienzo de mi imaginación. Temo por la salud de mi negro, al que no me dejan ir a visitar. Me lo imagino allí, en la oscuridad de su cuarto cada vez más acalorado, recolectando sus gotitas geniales de sudor mientras Pedro Sánchez se baña a su costa delegando en sus secuaces el desguace final. No sé qué me dirá cuando al fin pueda acudir a excusarme y le diga que es que he estado liado porque resulta que no sólo tenemos que pagarle una falsa independencia a los catalanes, sino que seguirle el juego escapista al líder que dice que los independizará de verdad. Ni siquiera estoy seguro de cuánto tardaré en el trayecto, teniendo en cuenta que salgo desde Chamartín. Si por casualidad sigue respirando, tal vez le pregunto alguna forma de analizar a ese ministro tan amable que se protege de sus responsabilidades insultando a quienes le pagan el sueldo y empuñando sin gracia sus largos palos de golf. Aunque dudo que ni siquiera él pueda rizar el absurdo como lo han conseguido quienes, si soy todavía más justo, lo han sentenciado a morir.