Algo que la mayor parte de la opinión pública europea –y no digamos española– no entiende sobre la situación en Oriente Medio es que Israel es, casi literalmente, un país bajo asedio, que está sometido a riesgos militares que pueden llegar a implicar no la pérdida de una porción de su territorio, sino su completa desaparición.
Ya antes del brutal atentado 7 de octubre el territorio israelí era atacado desde el sur por Hamás de diversas formas, sobre todo con el lanzamiento prácticamente continuo de cohetes que suponen habitualmente pocas muertes, pero no porque no tengan voluntad de matar, sino porque el ejército y la sociedad israelíes hacen un esfuerzo brutal para prevenir esos daños: desde fortificar hasta las paradas de autobús en el sur del país, hasta la Cúpula de Acero, el espectacular y carísimo sistema defensivo que elimina la mayor parte de los proyectiles y salva un número incalculable de vidas.
Esto, recordemos, ocurre desde que Israel abandonase voluntariamente la Franja de Gaza en 2006, es decir, ya mucho antes de que el salvaje atentado del 7 de octubre convirtiese ese día en el que más judíos han sido asesinados desde el Holocausto.
Y si eso pasa en el sur, la situación en el norte es similar: allí otro proxy de Irán, la banda terrorista Hezbolá, lleva décadas hostigando a Israel, también con el lanzamiento de cohetes y drones e incluso con intentos de incursión. Una situación que ya llevó a una primera guerra en 2006 y que desde octubre ha causado que 70.000 israelíes vivan fuera de sus hogares, como refugiados en su propio país.
Además, y siempre a las órdenes de Irán, Hezbolá planeaba una escalada en la ya tensa situación con el lanzamiento de miles de misiles sobre las ciudades de la mitad norte de Israel. Repetimos: los terroristas pretendían lanzar miles de misiles sobre zonas civiles con la intención de provocar una carnicería.
Ante esa certeza confirmada por fuentes de inteligencia Israel lanzó en la noche entre el sábado y el domingo un ataque preventivo que ha eliminado miles de las lanzaderas de Hezbolá, que aun así logro dar muestra de sus criminales intenciones disparando cientos de proyectiles.
Aunque buena parte de la prensa se ha entregado al alarmismo habitual sobre la cuestión pronosticando una inminente guerra, hay que hacer algunas salvedades muy importantes. Para empezar que este ataque no sólo no pretende iniciar ese conflicto a gran escala, sino que era la última posibilidad de evitarlo: ningún país del mundo puede –ni debe– resistir una agresión como la que planeaba llevar a cabo Hezbolá sin dar una respuesta acorde con las circunstancias.
Y, en cualquier caso, si por desgracia se inicia una guerra entre Israel y la banda terrorista chií que lleva meses a punto de estallar, el culpable no será un país que se limita a defender a su población, sino una organización que ya ha llevado al Líbano a una situación límite, que ha tenido un papel fundamental y criminal en la guerra civil de Siria y que ahora quiere llevar hasta sus últimas consecuencias el credo asesino de sus promotores y financiadores: los ayatolás iraníes.
Israel tiene, por supuesto, todo el derecho del mundo a defenderse de ello, aunque esa defensa pase por ser el que golpea primero.