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Emilio Campmany

Kursk

Kursk significa mucho para el nacionalismo ruso. Que los blindados ucranianos lo hoyen con sus orugas supone una grandísima humillación para Putin.

Kursk significa mucho para el nacionalismo ruso. Que los blindados ucranianos lo hoyen con sus orugas supone una grandísima humillación para Putin.
Civiles rusos evacuados de la región de Kursk ante el avance de las tropas ucranianas. | EFE/EPA/STRINGER

La ofensiva ucraniana en la región de Kursk tiene mucha más importancia simbólica que práctica. Es cierto que, para empezar, supone la invasión de territorio ruso, algo que no ocurría desde que Hitler desató en el junio de 1941 la operación Barbarroja. No lo es menos que, en segundo lugar, implica que los aliados occidentales, aún de forma tácita y quizá sólo en parte, han autorizado a emplear contra objetivos en territorio ruso el armamento que suministran a Ucrania. En tercero, también ha servido para demostrar que, entre la frontera y Moscú no hay nada. Todas las fuerzas disponibles rusas están en el frente. Lo que hay en medio son unidades de muy baja capacidad de combate. Además, en cuarto lugar, la invasión ha demostrado al pueblo ruso, en especial a quienes respaldan a Putin, que ésta es una guerra que no sólo se librará en territorio ucraniano. Y en quinto, sugiere que Putin es incapaz de reaccionar con nada que no sea lo que hace siempre, bombardear objetivos civiles.

Pero, digo que esto tiene una eficacia más simbólica que práctica por varias razones. Primero. El territorio invadido es muy pequeño y es dudoso que los ucranianos sean capaces de conservarlo cuando el ejército ruso se proponga recuperarlo y, en consecuencia, no tiene nada que ver con lo que Wehrmacht hizo en 1941. Segundo. Aunque los aliados han autorizado el empleo de algunas armas, anunciándolo o dejando que se filtre, han permitido que el enemigo ponga a salvo del alcance de los misiles ATACMS, por ejemplo, buena parte de su aviación. En tercer lugar, el motín de Prigozhin ya demostró que el ejército ruso es incapaz de detener una columna bien armada que recorra el interior porque todas sus fuerzas están en el frente. Pero, Ucrania no dispone de la fuerza y la logística necesarias para emprender una marcha como la que en su día llevó a cabo el Grupo Wagner amotinado. Entre otras cosas, no cuenta, como contaba Prigozhin, con la simpatía del pueblo ruso ni, sobre todo, con el apoyo de una parte del ejército, como ocurría con el general Surovikin, del que por cierto no se sabe nada desde septiembre de 2023. Cuarto. Para Putin, el pueblo ruso que importa es el que vive en Moscú, en San Petersburgo y en los alrededores de estas dos grandes ciudades. Lo que le pase a la población de Kursk no es relevante. Y quinto. Si bien parece que Putin es incapaz de reaccionar, hay que tener presente que siempre tarda mucho en hacerlo. Aparentemente, sólo fue capaz de poner fin al mencionado motín de Wagner negociando con su jefe. Y todos tuvimos la impresión de que se habían reconciliado, lo que sin duda era una evidente prueba de debilidad por dejar sin escarmentar un desafío a su autoridad tan grande. Hasta que dos meses más tarde, Prigozhin falleció en un accidente aéreo en lo que con certeza fue un asesinato. De forma que Putin todavía podría tomar alguna decisión grave en relación a la invasión de Kursk.

¿Qué queda? Bueno, no cabe duda de que Kiev ha recuperado la iniciativa, si no la militar, al menos la política. Pero, sobre todo, queda Kursk, el lugar donde se libró la más grande batalla de carros de combate que haya visto el hombre. Fue tras esa derrota y no antes, por mucho que Stalingrado se lleve la fama, cuando Alemania tuvo perdida irremisiblemente la guerra. De forma que Kursk significa mucho para el nacionalismo ruso en el que se apoya el Kremlin. Que los blindados ucranianos lo hoyen con sus orugas sin encontrar apenas resistencia supone una grandísima humillación para Putin. Veremos cuándo responde. Y cómo.

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