Me gustaría decir que no, pero una parte de mí entiende perfectamente tanto odio periférico hacia los madrileños en agosto. Es el mismo odio que me sobreviene a mí durante los primeros días de septiembre, en esos primeros compases que van trayendo de vuelta la vida a la ciudad; y con la vida otras tantas remesas de personas, que lo llenan todo de ruido y que hacen imposible que pueda percatarme de que a quien más odio, cuando odio, es a mí mismo.
No hay nada comparable con ese odio concreto y autorreferencial, con ese odio casi inocente que gira sobre sí cuando se posee el tiempo y el espacio suficiente como para salir a pasearlo. En verano, por momentos, uno es capaz de caminar sin ser perturbado por Madrid, de conducir sin ser pitado, de dejarse abrasar sobre el asfalto sin nadie más a quien culpar que al sol de agosto y hasta de soñar con entrar en la sala que guarda El jardín de las delicias y ver de hecho El jardín de las delicias, aunque lo más seguro es que incluso en días como hoy lo único que se guarde allí sea un catálogo de nucas murmurantes girando alrededor de otras tantas nucas que también murmuran. No lo sé, nunca lo he visto. Supongo que lo más probable es que ni siquiera exista el tríptico.
El caso es que todos los años se suceden unas pocas semanas —poquísimas, de hecho— en las que Madrid se abre como un regalo. Y uno recibe de su palma el laberinto de sus calles para poder perderse en ellas, solitariamente, que es la mejor manera de descubrir que a quien menos se odia cuando se odia es a la gente que perturba.
Son necesarios estos días de soledad y paseos para sentir el eco de ese odio rebotar en las paredes del cerebro. Es necesario poder mirar alrededor y no encontrar a nadie en quien sembrar la hiel que después se recibirá de vuelta como si no naciera de lo más profundo de uno mismo. Si se pasea y se odia lo suficiente, puede incluso llegar a comprenderse que los otros son los chivos expiatorios que cargan con los pecados para los que no se tiene el valor de condenarse. Y puede ser que a partir de entonces comience a disiparse el ruido, incapaz de rebotar y reavivarse entre las multitudes; y que el veneno supure silenciosamente con el sudor de los calores del verano. Suele ser ese el mejor momento para leer los versos de Amado Nervo y llegar a convencerse de que en esta vida es posible comenzar a cosechar rosales. Sólo después llegará septiembre, con sus hordas de personas que funcionan como espejos. Y comenzará nuevamente el reto de no olvidar que uno tiene la capacidad de escoger lo que reflejen.