En la vida pasan cosas curiosísimas. Cosas como la melena de Cucurella, que se escapan a toda lógica pero que por ahí aparecen de repente, azotando nuestro escepticismo, obligándonos a darles algún tipo de explicación. Cosas como enrocarse en una idea absurda en medio de un debate encendido por el mero placer de la charanga y darse cuenta después de muchas horas de que, encima, puede ser que se tenga razón. O ya ni hablemos de su contrario: lanzarse al mar buscando algo y descubrir en cambio un nuevo continente; irse a Alemania sin delantero y volver de ella con una Eurocopa bajo el brazo; postularse a presidente declarando que España necesita urgentemente una regeneración democrática y comprobar, diez años y catorce instituciones parasitadas después, que en este país no hace falta ni fingir ciertos discursos para permanecer en el poder… En la vida lo que pasa es que ninguna palabra significa nada hasta que da a luz alguna acción.
A mí me interesa la melena de Cucurella porque encierra otro tipo de fenómeno portentoso: hace imposible que podamos no localizarle sobre el terreno de juego, absorbe como un agujero negro nuestra atención, de tal manera que cuanto más reparamos en ella menos le miramos a él, y más obligados nos sentimos a recurrir, para explicarle, a la épica o al humor, quizá los dos espejos que mejor reflejan la verdad precisamente porque asumen que no pueden asirla y se contentan con deformarla.
Bien. No soy el primero que señala que Pedro Sánchez fue Cucurella antes de Cucurella. Lo que pasa es que su melena era su voz. Todavía hay quien recuerda cómo nos reíamos durante aquellos debates a cuatro en los que se abrazaba a ella como un náufrago a una tabla de madera. Con qué obscenidad giraba alrededor de su eje, cómo se retorcía a sus expensas igual que si se tratase de una lasciva barra de metal, con qué pericia transformaba todo tipo de piruetas retóricas en sórdidos sonidos aterciopelados y al final, después de apurar el show, cómo nos dejaba a todos como si no hubiese pasado nada desde que había comenzado a hablar. Hoy sabemos que lo que ha pasado desde entonces son seis años de Gobierno y un sinfín de distracciones más.
Con el solapamiento del tiempo y de sus necesidades, lo que se vio obligado fue a añadirle al método unas cuantas cabriolas nuevas. Comenzamos entonces a notar esos andares de telenovela colombiana, esas muecas enigmáticamente imperturbables cuando le cazaban en una mentira, esa forma de legislar. La única explicación lógica es que todo él no sea más que una estratagema diseñada para obligarnos a olvidar cómo pudo ser posible que llegara a la Moncloa. Lo más probable es que no lo entienda ni él, pero ya hemos dicho que en la vida a veces pasan cosas curiosísimas. Y es normal hasta pensar que alguien al que le ha caído una fortuna inexplicable del cielo sienta la necesidad de dilapidarla y de borrar su rastro antes de que cualquiera se la pueda reclamar. Sólo así se entiende que le compense el ruido de medidas absolutamente irresponsables que, una vez agotadas en el debate público, no tiene ni capacidad de sacar adelante; o que se lance cada vez con menos reparos a hablar como lo hacía Chávez. De alguna forma tiene que ocultar todo lo que está acaparando cuando ni siquiera puede gobernar.