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Diplomatón

Lo único que queda por contestar es qué seguridad quiere salvaguardar Albares que no sea la de su presidente. Y de qué amenaza le protege, exactamente.

Lo único que queda por contestar es qué seguridad quiere salvaguardar Albares que no sea la de su presidente. Y de qué amenaza le protege, exactamente.
José Manuel Albares. | Europa Press

Le enumeraba a un amigo el otro día las razones por las que sé que moriría rápidamente en cualquier guerra. Son básicamente dos, más allá de esta cabeza mía con forma de diana: tiendo a tomar decisiones indecentemente estúpidas y, una vez me han estallado, mi capacidad de reacción es parecida a la de un Windows 98. La conversación surgió a raíz de la única pelea en la que me he metido en mi vida, sucedida hace tanto tiempo que en realidad podemos hablar de ella como si hubiese sido la semana pasada. Fue a la salida de una boda en El Escorial, ni los novios podrían decir cuándo. Sin saber muy bien de dónde —estoy en condición de asegurar, porque miré, que no del cielo— comenzaron a caer golpes como bombas sobre la ventana de mi acompañante y yo, que a esas alturas de la vida ya no era capaz ni de deletrear mi nombre, tuve que conformarme con observar cómo mi cuerpo abría de un manotazo la puerta que había en mi costado y salía bruscamente a la intemperie, dejando dentro del coche a una constelación silente de adorables estupefactos, entre ellos yo mismo, difrutón como el que más de lo hermosamente bien que comenzaban a apalizarlo.

Las horas que pasé en el hospital mientras me hacían el parte de lesiones me dieron para pensar en la carrera diplomática. Todavía no era capaz de comprender cómo habíamos llegado a tanto, si yo había salido del coche con el mejor ánimo posible para insultar a ese energúmeno con toda la educación del mundo. Pero por suerte los tacs y las salas de espera permiten acumular bastante tiempo como para explorar dilemas más complejos que el de Copleton contra Russell, así que alguna intuición pude sacar. Mi amigo, menos disperso y por lo tanto mucho más capaz de desentrañar los entresijos que explican el alma conflictiva que nutre la historia humana, me lo resumió por si las moscas: "Si sabes que te van a dar, ¿pa qué sales, subnormal?". Creo poder decir que al fin le entiendo.

A la hora de comprender a Edmundo González se ha dicho mucho que nadie puede juzgar la huida de ningún hombre amenazado. Tiene sentido porque nadie, al fin y al cabo, puede exigirle a nadie ser un héroe. Se ha dicho menos que todavía menos que a un hombre puede pedírsele eso mismo a un diplomático. Esto es así porque la mente diplomática está entrenada de una forma muy concreta que consiste en orientar todos sus circuitos neuronales hacia la única tarea de mantenerse a salvo de cualquier conflicto. Una mente diplomática no busca el poder o la fuerza más que como forma de disuasión contra posibles enemigos. Y por eso siempre que puede sonríe y rebaja los ánimos. Y también, cuando se sabe débil, negocia con el sátrapa que la quiere lejos y estrecha la mano del presidente connivente con dictaduras defendibles por la izquierda que le ofrece, qué más da si interesadamente, un refugio.

Desde la seguridad, piensa, podré reorganizar mis fuerzas y diseñar un plan de acción que me permita salvaguardar mejor al resto de mis conciudadanos. Un presidente electo en el exilio vale más vivo que muerto, al fin y al cabo. Sobre todo para sí mismo. Pero es que ya hemos dicho que a los diplomáticos es imposible comprenderles desde la visceralidad de quien piensa que tener razón otorga autoridad para salir a la intemperie a que te peguen quienes sin duda son más fuertes. Lo único que queda por contestar, en todo caso, es qué seguridad quieren salvaguardar Albares y el embajador español en Caracas que no sea la de su presidente, que es el nuestro. Y de qué amenaza le protegen, exactamente.

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