Tenemos al presidente del Gobierno de nuevo en un avión rumbo a otra parte. No nos vamos a poner provincianos; si hay que ir, se va. Pero la agenda presidencial debería tener en cuenta sucesos imprevistos y catástrofes espantosas. No es que su presencia sea imprescindible. Se trata de lo simbólico. Los jefes de Gobierno, cuando en su país sucede un hecho trágico, suelen quedarse o, si están fuera, vuelven de inmediato. Pues ni lo uno ni lo otro. Los actos de todos los políticos implicados se exponen estos días al irritado ojo público y el viaje de Sánchez no está exento. Ahora es la Cumbre del Clima de Naciones Unidas y en Moncloa dicen que más que nunca, precisamente, hay que estar ahí. Seguro. Mejor en Bakú que en una bronca sesión de control sobre la respuesta a la DANA.
No se va a una cumbre internacional en unas circunstancias trágicas, que han espoleado la indignación contra unos u otros políticos, sin la intención de que sirva para algo en la refriega de denuncias y ataques cruzados. Los que viven para el "relato", y los simbióticos que viven del "relato", no van a dejar de extraer algún beneficio narrativo de la cita internacional. El propio Sánchez, con su comentario de que "el cambio climático mata", anticipó el tipo de mensaje melodramático, grandilocuente e inoperante que hay que esperar de su paso por la cumbre. Pero lo verdaderamente crucial para la lucha política es la construcción y el señalamiento del enemigo, que aquí se encarna en los llamados negacionistas. La incorporación de la temática del cambio climático al discurso político ha tenido como uno de sus efectos perversos la maniquea reducción del asunto a un enfrentamiento entre virtuosos salvadores del planeta y negacionistas pérfidos.
Las lecciones reales que se extraen de esta tragedia podrían ser de interés para algunos de los presentes en la cumbre de Bakú, pero Sánchez no las hará llegar: ni siquiera está claro que le hayan llegado. No va a reconocer que este tipo de inundaciones catastróficas en la cuenca mediterránea se producen desde tiempos ancestrales, porque la única causa de un desastre así tiene que ser el "cambio climático". No va a hablar de aquello que se puede hacer para reducir el daño de las riadas, porque gran parte de todo ello, desde obras hidráulicas hasta ordenaciones del territorio que impidan construir en tierras inundables, no se ha hecho, no se ha completado o se ha descartado. Y porque basta con achacar la enormidad de los daños a la virulencia del "cambio climático".
El presidente de la Asociación de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, José Trigueros, explicaba estos días que aquel Plan Hidrológico Nacional de Aznar, que se cargó Zapatero, incluía obras de encauzamiento y de construcción de una presa en la zona que hubieran mitigado los efectos de la riada. Por otros especialistas se ha tenido noticia de que una serie de obras de encauzamiento de barrancos, declaradas prioritarias hace años, se quedaron en el cajón. Pero estas y otras lecciones son concretas, reales y pegadas al terreno. No obtienen atención política. Ni, como se ha visto, presupuestaria. En la arena política, lo que gusta es la retórica imponente e inoperante del "cambio climático mata". Gracias a ella, cualquier dirigente de medio pelo puede elevarse a la estatura heroica de un salvador del planeta los quince o veinte minutos que dura su perorata.